Memorias de
la Plaza
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, julio (www.cubanet.org) - Una casa sin amor no es más que
una hosca guarida. Las casas se llenan más con amor que con muebles. Y ésa
debe haber sido la sorpresa que se llevaron aquellas inspectoras de la Dirección
Municipal de la Vivienda el día que vinieron a inventariar la nuestra.
Había poco que apuntar, poco que codiciar. Yolanda y yo no vivimos para
coleccionar objetos. Las joyas más valiosas de nuestro hogar son una
sonrisa que nos brindamos para salvarnos de la angustia, un mimo que le
prodigamos a Gabriel para que se sienta el niño más querido.
Somos felices sin mucho. Pero la gente espera que quienes viven alegres sean
poseedores de incontables alhajas, portentosa fortuna. Es como si no se dieran
cuenta que Cuba es una isla rodeada de pobrezas; pobreza material impuesta por
casi medio siglo de descalabros económicos, pobreza espiritual impuesta
por la imposibilidad de pensar y de expresarse con libertad.
Del mismo modo se sorprendieron los testigos que requiere todo inventario
oficial para los que se marchan del país. Aquellos testigos, vecinos de
muchos años, seguro esperaban ver invertido en tarecos brillantes y
chirimbolos sofisticados todo el dinero que según las fuentes oficiales
recibimos del "imperio". Debió haber sido desconsolador para
ellos. Nuestra pobre indumentaria doméstica nada tenía que ver con
las enormes sumas que dice el gobierno recibimos como mercenarios de una
potencia extranjera.
Vi la perplejidad en sus rostros. Era como si se preguntaran para qué
me había yo enrolado en esos enredos peligrosos de la disidencia y el
periodismo independiente. No tenía nada. Era tan pobre como ellos. De dónde
sacaba yo esa alegría que siempre me acompaña. De dónde
provenían mi felicidad y la de mi hogar. No podían explicarse que
una persona es feliz cuando es dueña de su pensamiento, cuando enfrenta
con resolución lo que cree injusto. Sé que no comprendieron mi
lucha. No podía en ese momento explicarles que no hay riqueza mayor que
la libertad, y que aunque me complace que mi familia goce de todo el confort
necesario, no es sin libertad que lo deseo. Y que era por la libertad, no sólo
mía sino de todos, por lo que luchaba.
Los vi contar tenedores, chequear cacerolas, enumerar ceniceros, revisar
colchones. Con minuciosidad de detectives apuntaron en sus planillas cada
detalle de los objetos. Nos alertaron que a partir de ese momento nada podía
perderse, nada podía romperse. Todo era propiedad del Estado. Una sonrisa
irónica debió delatar mi pensamiento. ¿Qué en Cuba no
es propiedad del Estado? El cielo, el mar, los seres humanos, las ideas, las
religiones, las palabras, los silencios, los anhelos, la risa de los niños,
todo está bajo el control de un Estado que en su afán totalizador,
es dueño hasta de las despedidas y los abrazos de "hasta luego".
Durante un año y ocho meses hemos sido celosos guardianes de las
propiedades del Estado que habitan en nuestra casa. Mínimas propiedades
como un vaso o una cortina de baño que compramos con nuestro dinero, pero
que ellos tuvieron la gentileza de dejarnos hasta que nos fuéramos.
En los primeros momentos nos sobresaltamos cuando un plato, después
de un prodigioso resbalón entre mis manos de fregona desmañada, se
hacía añicos. Mi esposa lo recogía con cuidadoso esmero lo
envolvía en papeles y luego lo guardaba para mostrarlo en el momento del
chequeo final. Así se lo habían ordenado las inspectoras, para que
no hubiera problemas a la hora de la partida. A los siete meses del inventario
descubrí que una caja enorme que yacía dentro de un closet era un
surtido cementerio de vasos despedazados, tazas sin agarraderas, búcaros
desconchados, espumaderas desconflautadas. Era como si todo lo que fuera
propiedad del Estado tuviera ganas desasosegadas de destoletarse.
Cuando supimos que después de un año el inventario ya no era válido,
y que cuando a la policía política se le ocurriera otorgarme el
permiso de salida nos tendríamos que someter a otro, nuestras
preocupaciones por las propiedades del Estado amainaron un poco. Ya no era
necesario seguir acumulando tesoros en una caja. Nos libramos de ser custodios
de un botín tan valioso.
Ahora nos queda una sola preocupación. ¿Cuándo dejaremos
nosotros mismos de ser propiedades del Estado? ¿No nos destrozaremos también
esperando? ¿Seremos un vaso o un tenedor? ¿No tendremos derecho a
rompernos donde se nos antoje?
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