Nestor Díaz de Villegas.
El Nuevo
Herald, julio 9, 2002.
El final de la Guerra de los Cincuenta Años ya va perfilándose
como parodia del final de la guerra del 95 en Cuba. Esta guerra extendida y
total que comenzó en el 59, apenas llegaron los barbudos a La Habana, es
una guerra civil no declarada, no registrada oficialmente en los récords:
y sin embargo, para los huesos triturados de los veteranos de esa contienda --lo
que es decir, todos los cubanos dentro y fuera de la isla, y aquéllos que
ya están bajo tierra-- parece que han sido cien años; tan
devastado ha quedado el país, tan diezmada su población, tan
desmoralizada su sociedad civil.
Ahora se ve a las claras --si es que hacía falta otra aclaración--
que tampoco en esta guerra los cubanos poseen los recursos necesarios para
sacudirse de un despotismo. Para ello haría falta otra intervención
norteamericana: entonces podríamos vivir en la armonía forzada de
la Pax Americana, que tantos beneficios trajo a Cuba con las intervenciones
anteriores.
Un mal paso de ''Valeriano Weyler'' podría resultar ahora
providencial. Pero, ¿en qué tipo de intervención se pondrán
de acuerdo esta vez el tirano senil y los negociantes americanos? Los pacifistas
agitan el espectro del ''baño de sangre'', como si las últimas
cuatro décadas hubieran sido un baño de flores. Un extraño
lavado de cerebro los hace sentirse limpios: olvidan que, desde hace mucho
tiempo, estamos todos bañados en esa sustancia viscosa que nos permeó
desde el nacimiento. Sólo que nos hemos vuelto impermeables a fuerza de
sofismas.
Tampoco admitimos que la temida intervención americana ya ha
comenzado --o que nunca terminó.
En los pasillos del Congreso en Washington y en las oficinas corporativas
del ADM (The Nature of What's to Come) se debate el destino real de la isla y es
de allí de donde saldrá la solución final del "problema
cubano''.
La reacción del régimen a la visita de Carter tomó el
camino de la socorrida revisión constitucional. No debe extrañarnos:
el deseo de nuestros dictadores de perpetuarse constitucionalmente ha provocado
siempre la aparición del mediador, esa figura trágica y cómica
que nos resulta tan familiar. Perpetuidad y mediación (o viceversa) son
las constantes de las relaciones bilaterales entre nuestros países. Allí
donde amaga el espectro de una, podemos estar seguros de encontrar el fantasma
de la otra. Recordemos que, en tiempos más lúcidos, la intervención
nos salvó de más de una satrapía declarada eterna.
Cuando el tirano decreta la suspensión de los compromisos migratorios
y amenaza con el cierre de las oficinas de intereses, ¿no está
pidiendo, a su manera torcida, la intervención? ¿No quiere así
aprovechar una crisis para lograr un desenlace favorable a su perpetuación?
Una invasión de turistas, sin Maine y sin marines: eso es lo que quiere. ¡Si
por lo menos tuviera la decencia de un Estrada Palma!
Es a ese tipo de intervención a la que se refieren los congresistas
americanos --sin llamarla por su verdadero nombre-- cuando afirman que el
levantamiento del embargo acarrearía cambios democráticos en Cuba.
Quieren invadirnos sin mancharse las manos. Se añora la franqueza de
aquellos generales de otros tiempos, los que llamaban a las cosas por su nombre,
los que no temían inmiscuirse en los ''asuntos internos'' de nuestra república.
A esa misma intervención es a la que se refiere también Jimmy
Carter cuando admite --eso que los cubanos ''mafiosos'' han estado repitiendo en
vano durante décadas-- que el tan cacareado embargo no es el responsable
de las penurias castristas. Ahora se trata, simple y llanamente, del derecho del
''turista accidental'' a revolcarse en el fango del fascismo: nada debe
prohibirles a los hombres libres una buena dosis de emociones fuertes en la
tierra de los esclavos.
Y el tirano está dispuesto a ofrecerles ese gran espectáculo.
Un Tropicana generalizado y una nación de camareros bien educados aguarda
a los nuevos interventores que, a diferencia de Leonard Wood y sus tropas de
asalto, nos abandonan a nuestra mala suerte en vez de ponernos en manos de un
buen gobierno.
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