El carnicero
Oscar Mario González, Grupo Decoro
LA HABANA, julio (www.cubanet.org) - Difícilmente haya un personaje más
importante en el barrio que el carnicero. Esta popularidad sólo es
compartida con la del bodeguero. Tal hecho es novedoso, porque siempre el
carnicero fue a la zaga del bodeguero y del panadero. El primero tenía
tal connotación folklórica como para inspirar uno de los más
famosos cha cha cha. La mujer del panadero, por su parte, era envidiada por
tener un marido que no molestaba de noche y dormía de día, a lo
cual agregaba un buen salario: ocho pesos diarios, cuando el peso cubano era el
peso.
La carnicería actual no se asemeja en nada a la tradicional "casilla".
En ella lo menos que se vende es carne, huevos, pescado en lata, picadillo de
soya, mortadella de soya, croquetas, longanizas, fritadas y cuanto invento
culinario se le ocurra al gobierno.
Una verdadera legión de técnicos e ingenieros se rompen la
cabeza elucubrando fórmulas para producir algo que se parezca a la carne
y oculte la soya. Como a cada santo le llega su día, también llega
el día de la carne. A ella se le espera con la ansiedad que se aguarda al
Mesías, y como éste, es impredecible su arribo. Suele venir cuando
menos se le espera.
El pedacito de carne que la bondad castrista asigna al ciudadano se queda
entre los dientes. Si alguien quiere mandarle al estómago un mensaje
proteico, contundente, tiene que acudir al carnicero. Con este distribuidor de "plato
fuerte" puede llegarse a un arreglo "por detrás del tapete".
Tendrá que pagarlo bien caro, pero siempre resultará más
barato que en las tiendas dolarizadas. Esta circunstancia convierte al carnicero
en uno de los tipos más solicitados del barrio. A él acuden los más
disímiles ejemplares humanos: el científico y el borracho, la
jinetera y el religioso, el policía y el disidente.
Él, consciente de su relevancia, desarrolla una sicología muy
peculiar. Nunca es el primero en el saludo. Generalmente mira de soslayo, evita
las miradas penetrantes. No forma tertulias con cualquiera. Sus amigos son
escasos. No es fácil compartir el honor de sus travesuras.
En la privilegiada La Habana las carnicerías generalmente son
abastecidas una vez por semana. En 48 horas la hambrienta población será
servida con el pedacito de "cosa" que le toca a cada cual. Por tanto,
nuestro personaje dispondrá de tiempo suficiente para lucir sus cadenas
de oro 18 kilates y sus popis (zapatillas deportivas) de 50 y 70 dólares.
Si lo desea, el carnicero puede tener amantes. La conquista no resulta difícil
para él, pues entre tantos aspectos a su favor cuenta con la
incondicional colaboración de la suegra. Un carnicero en la familia es
una verdadera bendición del destino. Ella lo sabe y nunca le perdonaría
a su hija un desplante.
Así las cosas, nuestro personaje anda seguro y a la vez sigiloso. Por
una parte confía en la condicionada benevolencia de las autoridades, pero
desconfía de la inevitable envidia que suscita su modo de vida. Conoce
además los resentimientos de quienes le reclaman por el pesaje. Lo
considera injusto. El sólo roba una onza por cada libra. El gobierno
vende un par de zapatos por 30 dólares, que se despegan a la tercera
puesta, y no se forma tanta algarabía.
Pero su confianza se fundamenta en dos razones: Digan lo que digan, siempre
tendrá los mismos clientes. En Cuba la vida de cada cual está como
predestinada por los brujos de la nigromancia castrista. Se nace en el hospital
que le corresponda, se estudia en la escuela que le corresponda, al morir se le
entierra en el cementerio que le corresponda y, por supuesto, mientras viva
comprará en la carnicería que le corresponda.
La otra razón es la de poseer la llave que conduce a la proteína
roja, en medio de una población depauperada.
Al cubano, por más que se le quiera inducir las bondades del mundo
vegetariano, le gusta "chocar con la fibra".
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