CUBANET .INDEPENDIENTE

5 de julio, 2002


Memorias de la Plaza (XLVII)

Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro

LA HABANA, julio (www.cubanet.org) - Mi abuelo Pablo es para mí un recuerdo recurrente. Era sabio, cordial, buen compañero. Sabía hablar con hondura y callar a tiempo. Nunca dejó de decir lo que pensaba, ni dijo todo lo que pensaba. Era moderado y honesto, pero jamás se dejó arrastrar por la vanidad o el primitivismo. A la hora de hablar pensaba y a la hora de pensar casi nunca hablaba. Decía sólo lo que consideraba justo y necesario. Era buen conversador, pero no charlatán; era discreto, pero no hipócrita.

Y fue él quien me dijo, en cierta ocasión, que en toda casa honrada debía haber, por lo menos, dos libros: La Biblia y la Constitución del país. La Biblia para cumplir los mandatos de Dios; la Constitución, para que ningún hombre faltara a lo que la mayoría de los hombres había acordado.

Cuando arribé a la adultez poseía una Biblia, pero no tenía Constitución. Al año de nacido, el General Fulgencio Batista me dejó sin la Constitución del 40. A los ocho años de nacido, Fidel Castro me dejó sin Constitución alguna. A los veinticinco refrendé una en la cual dejaría de creer apenas cuatro años después. La mitad de mi vida viví sin Constitución, y la otra mitad la he vivido sin creer en la que existe. ¿Qué educación constitucional puedo tener entonces?

En la Plaza de Armas vendí muchas Biblias, y lo hice convencido de su utilidad. Me complacía propagar el amor a Dios. Ya fuera una edición antigua o una edición moderna, la Biblia, esencialmente, siempre expresaba lo mismo. Sus modificaciones respondían, más bien, a la necesidad de que fuera cada vez más comprensible.

En la Plaza de Armas vendí algunas constituciones de mi país. Pero, al contrario de la Biblia, no se mantenían inalterables. La Constitución de 1901 no se parecía a la de 1940, la de 1940 no se parecía a la de 1976. En sólo 75 años la Constitución de mi país había dado más volteretas que un saltimbanqui sobre la malla de un circo. Ya no sabía uno si se trataba de la ilusión provocada por un prestidigitador avezado o de la Ley de Leyes que regía la nación. Daba la impresión de que cada vez que una tendencia política accedía al poder imponía una nueva.

Si mi abuelo viviera -era un hombre que gustaba de la estabilidad- estoy seguro de que desecharía uno de sus dos libros preferido, y estoy más seguro de que no sería la Biblia. Él conocía muy bien la utilidad de las cosas.

Desde mi cuchitril de libros viejos ya sospechaba que la Constitución de mi país no era muy útil. Como había aprendido a vivir sin ella, no me interesaba mucho. Quizás la hojeé alguna vez y me aprendí algún artículo para engatusar con mi supuesta prosapia a algún turista que se interesaba por ella. No me interesaba la de 1901, por obsoleta; no me importaba la de 1940, por parecerme una quimera derrotada; no me animaba la de 1976, por ultrajada, más que violada, en 1980. No me inquietaba ninguna. Eran para mí una novelita de ficción más.

Pero cuando comprobé su total inutilidad fue con la aparición del Proyecto Varela. En mi país la Constitución no está hecha para hacerla cumplir sino para violarla. La máxima jerarquía política ha sido el mejor exponente de mi aseveración anterior. Ciertos capítulos y artículos fueron válidos hasta que se volvieron contra el poder establecido. Cuando el poder se sintió amenazado no tuvo el menor reparo en modificarlos. Entonces, ¿qué estabilidad, qué seguridad, qué confiabilidad, qué utilidad brinda la Constitución de un país a sus ciudadanos si es susceptible de cambios esenciales cada vez que el poder establecido lo estime conveniente y se ignoran los cambios que, según ella misma, pueden solicitar los ciudadanos reunidos?

No porque los esclavos elevaran la pirámide de Keops puede afirmarse que estuvieran de acuerdo con el faraón. El látigo los obligó a mover las piedras. Compadezco a los esclavos. Y por eso me sentí un hombre libre el día que un vecino, con los mejores propósitos del mundo, me dijo: "Vázquez, pero usted está loco. Si no firma jamás le darán la Tarjeta Blanca, fíjese que usted está demasiado marcado".

Me revisé la piel. No vi ninguna marca. Recordé a mi abuelo en su faena de marcar el ganado con un hierro caliente, percibí desde la memoria el olor de cuero chamuscado, oí el bramar colérico de los toretes jóvenes, fijé la vista en la frente de mi vecino, y allí, justo entre los ojos, me pareció descubrir la torpe filigrana de un verdugón morado y rugoso donde se leía claramente: FC.

"No, vecino, yo no soy el marcado, sigo siendo "montresco". Le respondí convencido de que, del mismo modo en que no conocía el significado de Constitución, tampoco conocía ese vocablo cerril con que los guajiros llamamos al ganado sin marcar por un hierro incandescente.

Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número cero", publicado por CubaNet.

Lea fragmentos de la novela.


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