Memorias de
la Plaza (XLVII)
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, julio (www.cubanet.org) - Mi abuelo Pablo es para mí un
recuerdo recurrente. Era sabio, cordial, buen compañero. Sabía
hablar con hondura y callar a tiempo. Nunca dejó de decir lo que pensaba,
ni dijo todo lo que pensaba. Era moderado y honesto, pero jamás se dejó
arrastrar por la vanidad o el primitivismo. A la hora de hablar pensaba y a la
hora de pensar casi nunca hablaba. Decía sólo lo que consideraba
justo y necesario. Era buen conversador, pero no charlatán; era discreto,
pero no hipócrita.
Y fue él quien me dijo, en cierta ocasión, que en toda casa
honrada debía haber, por lo menos, dos libros: La Biblia y la Constitución
del país. La Biblia para cumplir los mandatos de Dios; la Constitución,
para que ningún hombre faltara a lo que la mayoría de los hombres
había acordado.
Cuando arribé a la adultez poseía una Biblia, pero no tenía
Constitución. Al año de nacido, el General Fulgencio Batista me
dejó sin la Constitución del 40. A los ocho años de nacido,
Fidel Castro me dejó sin Constitución alguna. A los veinticinco
refrendé una en la cual dejaría de creer apenas cuatro años
después. La mitad de mi vida viví sin Constitución, y la
otra mitad la he vivido sin creer en la que existe. ¿Qué educación
constitucional puedo tener entonces?
En la Plaza de Armas vendí muchas Biblias, y lo hice convencido de su
utilidad. Me complacía propagar el amor a Dios. Ya fuera una edición
antigua o una edición moderna, la Biblia, esencialmente, siempre
expresaba lo mismo. Sus modificaciones respondían, más bien, a la
necesidad de que fuera cada vez más comprensible.
En la Plaza de Armas vendí algunas constituciones de mi país.
Pero, al contrario de la Biblia, no se mantenían inalterables. La
Constitución de 1901 no se parecía a la de 1940, la de 1940 no se
parecía a la de 1976. En sólo 75 años la Constitución
de mi país había dado más volteretas que un saltimbanqui
sobre la malla de un circo. Ya no sabía uno si se trataba de la ilusión
provocada por un prestidigitador avezado o de la Ley de Leyes que regía
la nación. Daba la impresión de que cada vez que una tendencia política
accedía al poder imponía una nueva.
Si mi abuelo viviera -era un hombre que gustaba de la estabilidad- estoy
seguro de que desecharía uno de sus dos libros preferido, y estoy más
seguro de que no sería la Biblia. Él conocía muy bien la
utilidad de las cosas.
Desde mi cuchitril de libros viejos ya sospechaba que la Constitución
de mi país no era muy útil. Como había aprendido a vivir
sin ella, no me interesaba mucho. Quizás la hojeé alguna vez y me
aprendí algún artículo para engatusar con mi supuesta
prosapia a algún turista que se interesaba por ella. No me interesaba la
de 1901, por obsoleta; no me importaba la de 1940, por parecerme una quimera
derrotada; no me animaba la de 1976, por ultrajada, más que violada, en
1980. No me inquietaba ninguna. Eran para mí una novelita de ficción
más.
Pero cuando comprobé su total inutilidad fue con la aparición
del Proyecto Varela. En mi país la Constitución no está
hecha para hacerla cumplir sino para violarla. La máxima jerarquía
política ha sido el mejor exponente de mi aseveración anterior.
Ciertos capítulos y artículos fueron válidos hasta que se
volvieron contra el poder establecido. Cuando el poder se sintió
amenazado no tuvo el menor reparo en modificarlos. Entonces, ¿qué
estabilidad, qué seguridad, qué confiabilidad, qué utilidad
brinda la Constitución de un país a sus ciudadanos si es
susceptible de cambios esenciales cada vez que el poder establecido lo estime
conveniente y se ignoran los cambios que, según ella misma, pueden
solicitar los ciudadanos reunidos?
No porque los esclavos elevaran la pirámide de Keops puede afirmarse
que estuvieran de acuerdo con el faraón. El látigo los obligó
a mover las piedras. Compadezco a los esclavos. Y por eso me sentí un
hombre libre el día que un vecino, con los mejores propósitos del
mundo, me dijo: "Vázquez, pero usted está loco. Si no firma
jamás le darán la Tarjeta Blanca, fíjese que usted está
demasiado marcado".
Me revisé la piel. No vi ninguna marca. Recordé a mi abuelo en
su faena de marcar el ganado con un hierro caliente, percibí desde la
memoria el olor de cuero chamuscado, oí el bramar colérico de los
toretes jóvenes, fijé la vista en la frente de mi vecino, y allí,
justo entre los ojos, me pareció descubrir la torpe filigrana de un
verdugón morado y rugoso donde se leía claramente: FC.
"No, vecino, yo no soy el marcado, sigo siendo "montresco".
Le respondí convencido de que, del mismo modo en que no conocía el
significado de Constitución, tampoco conocía ese vocablo cerril
con que los guajiros llamamos al ganado sin marcar por un hierro incandescente.
Manuel Vázquez Portal es el autor del poemario "Celda número
cero", publicado por CubaNet.
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