Antihéroes:
Irma la merolica
Lázaro Raúl González, CPI
HERRADURA, diciembre (www.cubanet.org) - La gente como ella tiene poco
reconocimiento público en Cuba. Su labor no merece espacios ni elogios en
la prensa oficial. A los merolicos se les considera ciudadanos al margen de la
ley. Su trabajo es duro y duro es también el hostigamiento que sufren.
Sin embargo, perseveran y se mueven como un silencioso y activo ejército
de hormigas por todo el mapa de la Isla.
Antes de acercarnos a uno de ellos, es oportuno establecer que por merolico
se define en Cuba, desde hace más de una década, a la persona que
se dedica al comercio mínimo. Aunque pueden ser estacionarios, los
merolicos son vendedores ambulantes generalmente. Conozcamos a uno de ellos.
Mejor, a una de ellas. Las mujeres constituyen el 30 por ciento de estos pequeños
comerciantes, marginales de las leyes cubanas.
Irma C. tiene 52 años y fue maestra hasta los 41. Vive en Punta
Brava, poblado de La Habana. Después que se rompió su relación
matrimonial en 1992, Irma abandonó la educación y pasó a
engrosar las filas de la entonces emergente informalidad. La disolución
de su matrimonio coincidió con el inicio de otra crisis económica
que dura hasta hoy en la isla. Cuando dejó su plaza de maestra ya su
salario de 250 pesos mensuales no le alcanzaba para mucho más que diez
libras de arroz.
Irma empezó entonces a inventar, es decir, a elaborar lo que
apareciera en su barrio. Compraba café en grano (procedente de Guantánamo,
a más de mil kilómetros), lo tostaba, lo mezclaba con chícharos,
lo molía y salía a venderlo por el vecindario.
Aprendió, además, a elaborar croquetas de cerdo, a las que sólo
le agregaba un diminuto cicharrón. Lo demás era yuca y un poco de
harina.
En aquellos primeros años, Irma lo mismo preparaba un pudín
que se sentaba a la máquina de coser y en una mañana confeccionaba
10 jabas de nylon que por la tarde vendía a 5 pesos cada una. Así
terminó de criar a su hijo más pequeño y ayudó al
casamiento de Dania, la hija mayor.
Pero apareció la competencia. A su alrededor -y al calor de los
apagones cotidianos- aparecieron hombres y mujeres como ella, listos a luchar
por la sobrevivencia. Poco a poco le fueron arrebatando su mercado. No había
qué comprar ni a quién venderle.
Vinieron días difíciles. Su hijo, que había empezado la
universidad, tuvo que albergarse para gastar menos. Pese a ello, necesitaba 50
pesos semanales. A Dania, que vivía con el esposo en casa de la madre, se
le ocurrió quedar embarazada. ¡Y parió jimaguas!
Lavando pañales sin jabón y friendo filetes de toronja en
agua, a Irma apenas le alcanzaba el tiempo para calcular las dimensiones de sus
penurias.
Fue por aquellos días de tribulación cuando apareció
Alberto, el primo de la vecina provincia de Pinar del Río y le transmitió
la idea: En La Habana había muchas cosas de las que carecía la
gente del interior y, obviamente, allá en el interior había cosas
-principalmente alimentos- que no había en La Habana. ¿Por qué
no ampliar su radio de acción? Irma aceptó la idea y puso manos a
la obra. Nacía así la merolica interprovincial.
Para empezar, Irma tomó asesoría de su amiga Adelaida, quien
ya llevaba algunos meses en el giro. Siguiendo sus consejos, Irma se movió
por toda La Habana buscando baratijas. Salvo 25 pesos que dejó en su
casa, se gastó el resto de su capital (250 pesos) en adquirir
espumaderas, cucharones, hilos y agujas de coser, cordones de zapatos,
sacapuntas, botones y otras menudencias.
Al día siguiente se levantó de madrugada y se fue con su carga
para la autopista. Con 10 pesos en la mano estuvo un rato parando carros.
Finalmente -después de enseñar un billete de 20- la recogió
una rastra totalmente descubierta. Aquella primera vez, todavía inexperta
en estas lides, Irma estuvo a punto de congelarse. Había olvidado
llevarse un abrigo a la "aventura".
Aquella vez Irma fue a parar a Alonso Rojas, un pueblito pinareño,
150 kilómetros al oeste de La Habana. No más puso pie en tierra,
recibió el aviso de los lugareños: "Tenga cuidado. Aquí
la policía tiene operativo hoy".
Pero Irma tuvo suerte, y sólo se encontró con un policía
luego de haber hecho trueque con toda la mercancía que llevaba. A unos
guajiros les cambió cacharros por arroz; a otros por frijoles; a otros
por pollos. También vendió algo para pagar el pasaje de regreso.
El policía con quien se encontró al marcharse, sólo le
comentó: "Compañera, ¡va bien cargada!"
Otras veces, ha tenido menos suerte. En los cientos de viajes que ha
realizado ha perdido muchas mercancías. La policía le ha
decomisado botellas de alcohol, kerosene, queso, café
Por lo demás, todo ha seguido casi igual que el primer día.
Dos veces por semana viaja a "hacer su pan". Se levanta de madrugada y
se va a la carretera a ver quién la lleva a algún pueblo distante
donde intercambia sus cacharros por alimentos que más tarde vende en La
Habana. Para ello tiene que caminar kilómetros y kilómetros
cargada como una mula y con los ojos bien abiertos, cuidándose por igual
de los delincuentes que pueden arrebatarle su mercancía que de la policía,
que puede decomisarla "legalmente".
Pese a conservar un semblante de persona educada, por hacer tanta fuerza y
de tanto lidiar con la brutalidad a Irma se le han hecho callosidades en las
manos y se le han hinchado venas y articulaciones. Cuando se acuesta le duelen
las clavículas y la espalda sobre la que ha llevado tantas mochilas. Le
duelen los brazos, los pies y el pecho. Aún así, muerta de
cansancio, duerme tranquila.
Pese a que no alcanza para mucho más, con lo que gana como merolica
puede al menos comprarle galletas a sus nietos.
Los ciudadanos como Irma "la merolica" son antihéroes, y no
disfrutan, por tanto, del favor de la prensa oficial.
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