En una
escuela en el campo (Recuerdos de un becario)
Lázaro Raúl González, CPI
HERRADURA, diciembre (www.cubanet.org) - Como alumno de séptimo
grado, en septiembre de 1975 inicié estudios en una Escuela Secundaria Básica
Urbana (ESBU). Pero tanto me gustaba el uniforme azul de las escuelas en el
campo (ESBEC) que, en el segundo mes del curso, decidí trasladarme para
una escuela de este tipo, de régimen interno.
En estas escuelas, con matrícula aproximada de 600 estudiantes, los
alumnos debían permanecer albergados todo el curso. Generalmente recibían
un pase quincenal. Al tiempo que alejaban a los jóvenes de las ciudades,
se aseguraban una fuerza de trabajo gratuita.
La ESBEC a la que fui asignado se llamaba "Combate de Ceja del Negro",
y estaba enclavada en una granja citrícola estatal en el municipio
Sandino, a más de 100 kilómetros de mi casa. El nombre de la
escuela, que recordaba al quizás más encarnizado de los combates
librados por los cubanos en su lucha contra el colonialismo español,
resultó toda una alegoría para mí. Amén de unas
letras y unos números, allí conocí el más brutal
desamparo. Abusos de todo género y condiciones de vida peores que las de
una barraca mambisa.
Pese a que la escuela tenía apenas tres años de construida,
sus instalaciones estaban muy deterioradas. Por todos lados faltaban persianas y
cristales. De las puertas sólo quedaban los marcos. En los albergues de
varones muchas camas carecían de colchón. Todas de sábanas.
Colchas no tenía casi nadie. Los baños estaban podridos.
En aquellos albergues conocí lo que luego vería en todas las
instancias sociales del experimento comunista cubano: el poder se le confería
a los más fuertes. El jefe del albergue era el más forzudo de los
alumnos de décimo grado. El segundo jefe era el segundo más
forzudo, y así sucesivamente.
Como había alumnos desde séptimo hasta décimo grado,
los abusos en contra de los más pequeños eran algo cotidiano. El
verbo "güesear" (trajinar, maltratar, abusar) era la diversión
de los mayores en contra de los más débiles. La dirección y
el claustro de la escuela fingían no ver nada, y jamás intervenían.
La falta de disciplina anulaba toda posibilidad de higiene. El cepillo, la
pasta dental, el jabón y el desodorante eran objeto de robo constante.
Cuando el almacén de la escuela suministraba artículos de aseo
personal, los jefes de albergue lo acaparaban todo para ellos y su camarilla.
Casi nunca se limpiaba el albergue porque, entre otras razones, no había
instrumentos de limpieza. Si alguna vez se limpiaban aquellos baños
inmundos, obviamente le tocaba hacerlo a los más chicos.
La alimentación era poca, mala y pésimamente elaborada. Una
magra ración de arroz mal cocinado, chícharos aguados y pescado
hervido constituían el invariable menú. A veces, en lugar de
arroz, preparaban harina de maíz. El desayuno -leche y pan con
mantequilla- era lo mejor, pero frecuentemente la leche se ahumaba.
Pese al déficit alimentario, los alumnos debíamos ir a
trabajar al campo diariamente. Los niveles que recibían clases por la mañana
realizaban labores agrícolas por la tarde, y viceversa. Los estudiantes
de noveno y décimo grados, de alrededor de 17 y 18 años, se
negaban a trabajar, y de hecho hacían muy poco. Pero los de séptimo
-yo, por ejemplo, tenía 13 años- éramos obligados a cumplir
normas de chapeo, guataquea, poda, recolección, muy superiores a nuestras
posibilidades físicas.
Sucios, malolientes, cansados, hambreados, y a veces enfermos, cuando llegábamos
a las aulas éramos bombardeados con mucha metralla ideológica. Según
se nos adoctrinaba en cada asignatura, vivíamos en la más perfecta
de las sociedades posibles -la marxista-fidelista- y debíamos
considerarnos, gracias a la revolución del 59, unos privilegiados.
Sin lugar a dudas constituiríamos el hombre nuevo anunciado por Che
Guevara y pregonado cada mañana a las seis por una canción de
Silvio Rodríguez.
Cuando recuerdo mi séptimo grado en aquella escuela en el campo, algo
me duele en el pecho. Lamentablemente, mi caso no fue excepcional. Pese a la
bruma del tiempo que lo desdibuja y a la benigna nostalgia con que suele mirarse
el pasado, miles de mis contemporáneos todavía pueden evocar el frío,
el hambre, los maltratos y la mala educación que recibieron dentro del
recinto de una ESBEC.
¿Cuánto ha cambiado esa situación en la actualidad? Será
objeto de un próximo artículo.
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