La Francia
Ramón Díaz-Marzo
LA HABANA, diciembre (www.cubanet.org) - Por primera vez tengo que contar
una historia al revés. Usualmente es un tipo de historia que se repite en
el simple anecdotario de cómo se maltrata a un cliente en las tiendas
dolarizadas de la capital.
Por casualidad necesitaba un bombillo de luz eléctrica. Así
que bajé por la calle de los Obispos donde últimamente se han
inaugurado boutique, ferreterías, sederías, casa de música,
chocolaterías, ópticas y algunos otros comercios más
especializados, como unasombrerería.
Me adentré en la tienda nombrada La Francia y compré el
bombillo. Cuando volvía sobre mis pasos tuve que detenerme. En el
departamento de camisas vi a un hombre con el pantalón sucio y cortado a
la altura de las rodillas. Tenía los cabellos largos y ensortijados por
el polvo, la cara sin rasurar. Escondía su tórax dentro de un pulóver
recosido. Usaba espejuelos de aumento parecidos a los del actor estadounidense
Woody Allen.
Al principio sospeché que se trataba de un loco, pero pensándolo
mejor me dije que era un trabajador que, sin tiempo de llegar a su casa para
cambiarse la vestimenta obrera, decidió pasar por la tienda para hacer la
compra deseada.
Me acerqué al mostrador correspondiente a la venta de camisas, donde
el desconocido y una empleada sacaban de sus estuches de nylon diferentes diseños.
Ya se había formado un montón de camisas rechazadas por el hombre.
Mientras tanto, la empleada iba sacando de sus estuches, en otro montón,
las camisas de marras y se las mostraba al hombre que, en gesto prepotente, las
iba rechazando por una u otra causa.
Pregunté el precio de las camisas.
"Diez dólares, señor", respondió la empleada.
"Este tipo está loco y no comprará ni una sola de esas
camisas", pensé dudando un poco de mi propia reflexión.
Me separé del mostrador. Caminé hasta una zona de la tienda
donde venden artículos de ferretería. No sé si el lector
convendrá conmigo en la idea de que la mayoría de los locos son
personas inteligentes porque tienen un radar dentro de la cabeza. Pues en
efecto, hubo un momento en que el loco se volvió de lado y me buscó
con la mirada. Instante que aproveché para preguntarle a otra empleada cuánto
costaba un espejo. El loco volvió a ocuparse de la minuciosa investigación
de sus camisas.
La empleada contestó que el espejo costaba un dólar. Ordené
uno, preguntándole si se había percatado de la extraña
conducta del individuo en la sección de la tienda correspondiente a las
camisas. Ella respondió afirmativamente y comenzó a reírse.
Entonces le dije que apostaba porque el final de aquella historia sería
que el hombre no compraría ninguna camisa. La empleada rió aún
más. Sostuve la apuesta y consulté la hora.
Antes de las seis de la tarde debía pasar por el correo para
verificar si en mi casilla postal número 173 había
correspondencia. Además, a las siete de la noche echarían a andar
el motor que bombea el agua en el edificio donde resido. Le dije a la empleada
que antes de las siete de la noche pasaría para que ella me dijera cómo
había terminado la historia del hombre de las camisas.
Encontré correspondencia en el correo. Era una pequeña nota
escrita en Miami, con borrones e ideas delirantes. Seguramente quien la envió,
cuando redactó la nota estaba completamente borracho. Después de
leerla, comencé a desandar el camino de subida por la calle de los
Obispos.
Cuando me acerqué a La Francia ya la tienda se encontraba cerrada y
sus empleados realizaban el balance de venta de la jornada. La empleada con
quien había convenido que me contara el final de la historia se
encontraba en su puesto de trabajo. Toqué con los nudillos en el cristal
de la puerta principal. Ella alzó los ojos. Le hice seña para que
se acercara. La mujer me envió señales de que ya estaba cerrado el
local. Evidentemente no se acordaba de mí. Cuando insistí me
reconoció y vino hasta la puerta. La abrió y volvió a reírse
como si el loco fuera yo.
"Y bien", pregunté. "¿Cómo terminó
la historia del hombre de las camisas?"
"No compró ninguna, señor", expresó la
empleada sin contener la risa. Usted tenía razón, era un loco".
Entonces, fijándome en el nombre de la tienda inscripto en el cristal
de la puerta, declaré: "Esta tienda no debería llamarse La
Francia".
"¿Y cuál otro nombre usted sugiere, señor?",
inquirió la mujer.
"La Tolerance", dije.
Y la empleada, sin poder aguantar más, soltó tales carcajadas
que las interpreté como una falta de respeto a mi persona.
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