Raúl Rivero.
El Nuevo Herald,
diciembre 11, 2002.
En tiempos del socialismo real y las banderas rojas, hubieran recibido la
indignación de las masas, indignadas por instrucciones de la jerarquía.
Ahora constituyen la vanguardia obrera, que opera con el instrumental del
enemigo. Son los gerentes, un grupo social que se ha instalado en Cuba y se hace
fuerte. Una avanzadilla de tipos jóvenes y audaces, que están
autorizados para serlo.
Se movilizan en modernos autos refrigerados, usan ropa de marcas y tienen dólares,
representan a las instituciones estatales ante compañías
extranjeras y no se les persigue porque sostengan relaciones con capitalistas,
al contrario, se les aprecia por la excelencia de esos contactos.
Dirigen entidades del turismo, empresas de servicio, negociados de ron y
tabaco, de guayaberas y mariscos o, simplemente, son lo que se llama aquí
la gente de confianza de los Pepes que vinieron a invertir.
Ellos son harina. No hay otro costal. Ellos y sus cortejos de amigos,
guatacas, empleados, segundones y ujieres, que están saliendo de los
tabiques del socialismo y se establecen en otra dirección, a ritmo de
aquel juego infantil que ordenaba, alternativamente, dos pasos de hormiga y uno
de elefante.
Los gerentes y sus séquitos voraces dejaron atrás a las capas
más encumbradas de los funcionarios. Aquéllos tienen que
mantenerse fieles a sus ortodoxias verbales y a las barricadas; pero éstos
viven y se realizan en el ambiente moderno y sofisticado, en línea
directa con el capitalismo distrófico que han permitido entrar.
Jóvenes distendidos y cordiales, hablan inglés, adoran a Bill
Gates y provienen de las estructuras de la Unión de Jóvenes
Comunistas, el Ministerio del Interior o de las alcurnias rojas que pueblan
Miramar y el Nuevo Vedado. Su discurso público es el resultado de la
combustión interna de los manuales de marxismo y los folletos del
marketing. Así es que el idioma les refuerza su exclusividad y los
identifica.
Su vida cotidiana, lanzada muy por encima de la de la mayoría de los
cubanos, se desenvuelve en el escenario de la construcción de una
sociedad nueva y superior; aunque ellos, enseguida que se establecen, hacen de
sus casas un baluarte vigoroso del capitalismo decadente.
Lo primero es cercar con vallas, verde botella preferiblemente, todo el
inmueble, para conjurar el mal de ojo y detener las miradas de los viejos de los
comités de defensa, los envidiosos y los ladrones. Así, los
equipos nuevos, el microwave, la computadora, esos aparatos pecaminosos, los
juguetes de los niños y el fluido torrente de los equipos de exportación
quedan para el disfrute de la familia y de los amigos, solamente.
Todavía en los barrios donde han remodelado sus viviendas, porque las
zonas exclusivas están abarrotadas, molesta un poco que se bajen del auto
envueltos en apremiantes conversaciones por el celular, porque en Cuba ese
servicio está prohibido para los ciudadanos. Pero eso es inevitable y
ellos, al menos, no se meten con nadie. Están en lo suyo, en su mundo, a
medio camino entre Pyongyang y Miami Beach.
Sí, porque trabajan con el comercio y con los empresarios
capitalistas, para sostener el socialismo en el país; pero aspiran a
tener piscinas en sus patios, prefieren el whisky a la guayabita del pinar y la
Coca-Cola y el Sprite a la Tu Cola y al Ciego Montero.
Ellos defienden la inmortalidad de la dictadura del proletariado con el
arsenal y las insignias del sistema que pretenden destruir. Y lo que es peor:
con un fervor creciente, una pasión extraña, por el universo en el
que encontraron la abundancia y que se ven obligados a condenar.
¡Qué muchachos! ¡Qué encrucijada!
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