Daniel Morcate.
El Nuevo Herald,
diciembre 5, 2002.
Cuando de Cuba se trata, no se sabe qué es peor, que el gobierno de
Estados Unidos tenga una política definida o que carezca de ella. Las
''estrategias'' hacia el régimen de Fidel Castro que han adoptado
sucesivas presidencias norteamericanas por lo general han sido comedias de
errores y horrores que han tendido a restringir la influencia de los exiliados
cubanos, coartar las aspiraciones de los residentes de la isla a escapar hacia
la libertad y apuntalar indirectamente a Castro. El actual gobierno del
presidente George W. Bush se ha deslindado en la retórica de esas políticas
torpes. Pero en la práctica no se ha distanciado lo suficiente de ellas.
No cabe duda de que el triunfo electoral de Bush, logrado en parte con el
respaldo contundente de electores y recaudadores de fondos cubanoamericanos,
mejoró las comunicaciones entre la Casa Blanca y ciertos líderes
del exilio cubano. Un resultado palpable fue el nombramiento a puestos clave del
gobierno de varios cubanoamericanos, incluyendo el secretario de Viviendas y
Desarrollo Urbano Mel Martínez y el subsecretario de Estado para Asuntos
Hemisféricos Otto Reich. Otro resultado fue el enérgico respaldo
(que sin embargo debería ser mayor) a las operaciones de Radio y Televisión
Martí, dos espinas clavadas en el costado del castrismo que por lo mismo
son blancos perennes de los ataques de los socios y cabilderos del régimen
cubano en Washington.
Más allá de estas concesiones, sin embargo, el gobierno de
Bush ha otorgado muy poco a quienes promueven la libertad y la democracia de
Cuba dentro y fuera de la isla. Al cabo de dos años en el poder, Bush ha
mantenido vigente la suspensión del capítulo tres de la Ley
Helms-Burton, que autorizaría las reclamaciones judiciales a empresas que
participan de la piñata castrista que data de hace más de cuatro décadas;
le ha permitido a La Habana seguir cobrando tarifas abusivas a los cubanos de
Estados Unidos por las visitas a la isla y las remesas que envían a sus
familiares; y no ha aumentado perceptiblemente la asistencia económica y
logística a los opositores, activistas humanitarios y periodistas
independientes en Cuba.
Pero el síntoma más evidente de continuismo es la inmoral e
inconstitucional política de intercepción en alta mar y deportación
sumaria de cubanos que huyen de la dictadura. Como se recordará, esa política
la estrenó el gobierno del presidente Bill Clinton con el apoyo
indecoroso de influyentes medios de prensa y defensores de otros inmigrantes
que, en el colmo de la incongruencia y el resentimiento, prefirieron que se les
diera a los cubanos un trato cruel con tal de que se les pusiera presumiblemente
a la par con otros indocumentados.
Aún recuerdo con perplejidad la reacción desaprensiva de un
conocido abogado de inmigrantes haitianos cuando le pregunté qué
opinaba sobre la decisión de devolver a los cubanos: ''ya era hora'', me
contestó en forma enfática y despectiva. El problema de esta
actitud es que ignora irresponsablemente que el caso de los cubanos (y los
norcoreanos, vietnamitas y chinos) no tiene equivalencia migratoria, pues sólo
ellos son oficialmente perseguidos y discriminados en su tierra si fracasan en
el intento de escapar al extranjero. De hecho, todos los gobiernos suelen
preocuparse por el bienestar de sus migrantes en otros países, salvo los
de Cuba, Corea del Norte, Vietnam y China, que no pierden oportunidad de
denigrarlos y explotarlos económicamente.
Hace poco, en una rara confesión, el propio presidente Bush reconoció
que los cubanos enfrentan persecución cuando se les deporta. Sus palabras
fueron una condena tácita de la estrategia que él mismo no ha
tenido el valor de suspender para ahorrarse las posibles represalias de Castro y
las protestas insolidarias de los defensores de otros inmigrantes. Voces anónimas
del Departamento de Estado posteriormente desmintieron al presidente en un vano
intento por seguir escamoteando la realidad y aplacar su mala conciencia. El
dolor de los infelices que huyen de Cuba en cualquier cosa que flota les resulta
tan ajeno, que consideran su deportación un mal menor.
El cese inminente y forzoso de Reich en su actual cargo pudiera ser un
indicio ominoso de que el gobierno de Bush no planea fortalecer la política
hacia Castro ni humanizar el trato a los refugiados cubanos. Pero los dirigentes
exiliados tienen en sus manos la posibilidad de influir para superar esa
pasividad oficial. Bush y su plana mayor contrajeron una deuda política
con los exiliados que sólo han empezado a pagar. A los cubanoamericanos
con acceso a la Casa Blanca les corresponde recordársela y advertirles de
las posibles consecuencias de ignorarla o subestimarla. La mejor forma de
hacerlo sería mediante propuestas concretas y razonables de cursos de
acción que en principio podría seguir Washington para demostrar
firmeza hacia La Habana y ayudar a los cubanos que aspiran a vivir en libertad.
En estos tiempos de sicosis por la amenaza terrorista de los integristas islámicos,
Latinoamérica ha dejado peligrosamente de ser prioridad para el gobierno
norteamericano, con la posible excepción de la convulsa Colombia. Retórica
aparte, a Cuba también la ha echado en el olvido. Las iniciativas hacia
la isla que recorren Washington provienen de cómplices y apologistas de
Castro porque el gobierno les ha dejado el camino libre. Pero lo cierto es que
algunos líderes cubanoamericanos pueden revertir esa tendencia si se
deciden a ejercer el poder que conquistaron con el apoyo de la mayoría de
los exiliados.
Tenía razón Elías Canetti cuando escribió que
''el recuerdo debería permanecer intacto para el bien de la libertad del
hombre. Cambien y manipulen todo, pero por favor dejen en paz el recuerdo''. Y
de esto se trata, del recuerdo y la palabra: del exilio y la diáspora, su
analogía y su diferencia.
El diccionario explica que ''diáspora'' procede del griego y
significa dispersión. El término se aplicó a los judíos
diseminados por el mundo a partir del siglo III a.C., y por extensión a
la dispersión de pueblos que anteriormente vivían juntos o
formaban una etnia.
El derrumbe de la utopía, a principios de la década de los 90,
produjo un impacto traumático en Cuba. Miles de profesionales abandonaron
el país, más por razones económicas y funcionales que por
políticas o ideológicas. Salieron por la puerta franca, con becas
generosas, o invitados a congresos y universidades. Eran representantes de un
mito en bancarrota y una ideología ya indefendible, y se quedaban
discretamente en el extranjero, conscientes de no ser perseguidos políticos.
Los cubanos, que cultivan la ironía y el choteo, los apodaron ''los
quedaditos, o el exilio de terciopelo''. Con el tiempo ellos respondieron con el
invento de ''la diáspora'', palabra que primero acuñó el régimen
cubano. Un término conveniente, por muchas razones. Evitaban el estigma
que pesa sobre el exilio de Miami, y, sin cortar sus lazos con Cuba, se
transformaron en ''disidentes externos''. Una obra maestra del oportunismo.
El vocablo ''exilio'' guarda cierta analogía con ''diáspora'',
pero no significa lo mismo. Exilio es una separación de una persona de la
tierra en que vive. El exiliado es, por excelencia, el desterrado por motivos
''políticos''. Un perseguido.
El cubano conoce el infierno del exilio. Nos robaron la tierra donde
nacimos, el patrimonio y el recuerdo. Por décadas sufrimos las
humillaciones, las injurias y el oprobio. En Miami, y otros exilios, hemos
enterrado nuestra sangre: padres, madres, hermanos, poetas, escritores y
artistas. Fuimos gusanos en los sesenta, y escoria en los ochenta a partir del
Mariel (éstos, los marielitos, sí fueron auténticos
exiliados: desafiaron al comunismo cuando aún parecía invencible,
salieron bajo los escupitajos y las pedradas, víctimas de horrendos "actos
de repudio'').
Salir al exilio fue siempre una experiencia trágica, no importa la
fecha. Pero ahora el exilio cede su progenitura a la diáspora. Los que
salieron después del fracaso del comunismo, incapaces de cambiar la semántica
de ''exilio'' (la ética y la mácula), decidieron llamar ''diáspora''
a los cubanos exiliados, un término dentro de lo políticamente
correcto. El uso de diáspora se generaliza y consolida.
Salvo excepciones, elegían países neutrales, lejos del exilio
retrógrado. Luego de consolidar posiciones, algunos se decidieron a venir
a Miami. Aquí se comportaron con mesura y condescendencia. Alguno tuvo el
valor de confesar sus errores. Por supuesto, estaban contra el embargo
(''casualmente'' coincidían con la estrategia económica de la Unión
Europea y las transnacionales norteamericanas).
No admiten que sin el exilio de Miami, sin su terca y solitaria pelea contra
el mundo entero, corremos el peligro de legitimar un régimen fascista en
Cuba, al estilo chino, esa tiranía asiática que, para sobrevivir,
se ha aliado al capitalismo caníbal.
¡Nada tengo contra la diáspora! Entiendo su pragmatismo, apoyo
la idea de olvidar los conflictos, propiciar los entendimientos y encuentros.
Siempre que no impliquen la complicidad con el castrismo y sus títeres.
En la diáspora tengo amigos. He leído a escritores, filósofos
y poetas admirables. Gente inteligente, culta y valiosa sin la cual no sería
posible imaginar una Cuba democrática y pluralista.
Pero, por favor, llámennos "exilio''. |