El
refrigerador de Margot
Manuel Vázquez Portal, Grupo Decoro
LA HABANA, agosto (www.cubanet.org) - Un refrigerador en Cuba es algo así
como el corazón de la casa. El trópico no perdona. Aquí por
podrirse, se pudren hasta las ideas.
Pues bien, cada vez que veo, o pienso, en un refrigerador cubano, no puedo
menos que recordar a aquellos muñecos de mi infancia a los cuales llamábamos
Mamerto (en otros lugares, según vi en Toys story, les dicen Señor
Cara de Papas) y que todas sus partes eran asimétricas y diferentes.
En Cuba los automóviles y los refrigeradores son una rara especie de
Mamerto (estoy cansado de comparar esos engendros con Frankestein). Un Chevrolet
del 53 puede tener piezas de Lada, camión Gaz y tanque de guerra; un
refrigerador General Electric puede tener congelador ruso, máquina
japonesa y termostato venusino; ambos son puro cascarón norteamericano y
tripas de cualquier latitud del mundo. Los mecánicos cubanos son
geniales. Hacen funcionar equipos de antes de Castro, que es como decir
antediluvianos.
Pero no es de la pericia de nuestros mecánicos que quiero contar. Es
de las tribulaciones de una pobre mujer llamada Margot, que vive en el "solar"
(cuartería, ciudadela) de la calle Jesús María entre San
Ignacio e Inquisidor, en la Habana Vieja, no en la parte del Eusebio's World
sino en la parte que los habaneros llaman "la mala idea", por aquello
del "casco y la mala idea" -no creo necesario aclarar que al Eusebio's
World le dicen "el Casco Histórico".
Mientras los turistas y las personalidades que viajan a nuestra capital
pasean, de la mano de Eusebio Leal, por la remodelada y bien maquillada parte
histórica de la ciudad, en los "solares" de "la mala idea"
ocurren cosas como ésta:
"Margot, te trajimos el refrigerador", gritó Osvaldito
desde los bajos del ruinoso edificio.
Margot salió con el corazón palpitante de alegría. Al
fin, este verano no se le pudrirían el picadillo de soya y los frijoles
que le sobraron para mañana.
"¿Por dónde lo subimos?", preguntó Osvaldito.
Margot se rascó la cabeza. Una sombra de duda le contrajo el rostro.
La escalera del solar se había desmoronado en el último derrumbe y
los vecinos se vieron obligados a improvisar una, tan angosta y débil,
que es peligroso hasta pensar en subirla. Por el balcón, ni imaginarlo;
si no se ha venido abajo es por falta de ánimo para caerse. Por la
roldana soldada a un rail de ferrocarril que todos los viejos edificios poseen
en las azoteas para esos trajines de mudanzas, ni soñarlo, les hubiera caído
encima con refrigerador, parte del edificio y hasta algún nido de gorrión.
Margot volvió a rascarse la cabeza. La alegría terminó
esfumándosele.
"¿Qué hacemos entonces?", preguntó Osvaldito.
"No sé", respondió Margot.
"Por unos días pueden guardarlo en mi cuarto", dijo una solícita
vecina de los bajos.
Y ahí comenzó la segunda tragedia. La vecina habita un cuarto
tan pequeño que cuando abre el refrigerador de Margot no le queda espacio
ni para respirar. No sabe qué hacer con semejante tareco. Le pidió
a Margot que se apurara en trasladarlo. Margot tampoco sabía qué
hacer. Se había pasado dos semanas preguntando por todo el barrio quién
quisiera vender un refrigerador. Ahora saldría nuevamente por todo el
barrio averiguando quién quisiera comprar un refrigerador. Así lo
hizo. Salió a la calle con la idea de venderlo. Pero la buena suerte se
puso de su lado.
En un bar de esquina, mientras preguntaba por un comprador, tropezó
con tres borrachos a los que se les había agotado el dinero para seguir
bebiendo.
"Que no se puede subir el refrigerador", le dijo uno.
"Que la escalera es peligrosa", le dijo el otro.
"Donde hay curda no hay miedo", le dijo el tercero.
Y al fin el refrigerador de Margot, en alas de alcohol, subió hasta
su cuarto y pudo, aliviada, poner dos pomos plásticos repletos de agua en
el congelador.
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