Vicente Echerri.
El Nuevo Herald,
agosto 15, 2002.
Que el primogénito de la muerte le devore lentamente la piel y que el
demonio le atenace los huesos. (Así sea.) Que en la vigilia viva siempre
temiendo puñal, fuego y veneno, y que en el sueño nunca el espanto
lo abandone. (Así sea.) Que no logre ver más que la sangre de sus
crímenes y que no oiga otra cosa que los gritos y maldiciones de sus víctimas.
(Así sea.) Que su alma sea entregada para siempre al rey de las tinieblas
y que nunca lo alcance ni un atisbo de la luz eterna. (Así sea.) Que su
estirpe desaparezca de su pueblo y que su memoria sea borrada del mundo. (Así
sea, así sea.)
Lo que antecede puede ser, creo yo, un modelo de la fervorosa plegaria que
los buenos cubanos debemos rezar cuando a diario, en medio de nuestras tristezas
o alegrías, nuestros éxitos o fracasos, nos acordemos de Fidel
Castro, especialmente en la fecha en que esto escribo, en la que el tirano de
Cuba cumplió setenta y seis años de vida crapulosa.
En La Habana, desde luego, habrán tenido lugar las conocidas
ceremonias de vasallaje, especialmente de los temerosos ''sucesores'' que deben
estar dando pruebas de lealtad al caudillo y al continuismo con que sueña,
no sea que resulten defenestrados antes de adueñarse del pastel; y también
habrán acudido los decoradores y los bufones de la corte: es decir
artistas y escritores oficiales (y hasta alguno que otro en el exilio) que en días
como éste son más babosos y genuflexos que de costumbre (''¡Sí,
comandante!'' ''¡Cómo no, comandante!'' "La historia no tendrá
que absolverle nada porque usted mismo es la historia viviente''.) En este espíritu
han de lloverle a Castro opúsculos, cuadros, poemas, etc., para celebrar
la vida que más ha hundido al pueblo cubano en la abyección en sus
quinientos años de historia.
Un pensamiento al que no puedo sustraerme y que se afirma, de día en
día, mediante diversos testimonios, es el profundo envilecimiento del
pueblo cubano que se muestra con los rasgos, cada vez más acusados, de
una conducta amoral. La prostitución y el robo, que existen como
actividades marginales en cualquier sociedad sana, han llegado a convertirse en
Cuba en medios de vida aceptados sin vergüenza por la mayoría. A
esto se agrega la duplicidad, es decir, la hipocresía inducida por el
estado y, acaso la más grave consecuencia de la gestión
totalitaria, el escepticismo político. Estos rasgos explican que una
notable mayoría de los cubanos (aun después de descontar el fraude
y la inflación de las cifras oficiales) haya votado a favor de mantener
el socialismo en el reciente referendo; no por convicción ideológica
alguna, sino precisamente por todo lo contrario: por carencia absoluta de fe en
el destino político de la nación, por certeza de que no vale la
pena arriesgar nada por desafiar el poder, por creer que Cuba está
hundida en un pantano y que nada ni nadie volverá a sacarla a flote.
En la medida en que la población exiliada se incrementa con las
sucesivas migraciones de nuestros compatriotas, este espíritu de
amoralidad y oportunismo se abre paso también entre los nuestros del lado
de acá. Por eso resulta risible referirse al exilio cubano como una
entidad monolítica antepuesta a los cubanos que viven en la isla. La
verdad es que nuestra población exiliada se va pareciendo más
--aunque aún con significativas diferencias-- al resto de la población
de Cuba, sobre todo en su profunda despolitización que es secuela de una
tan larga tiranía; de suerte que son cada vez más los cubanos que
adquieren condición de exiliados políticos en Estados Unidos
--aduciendo, como es de esperar, persecución y acoso de parte del régimen
castrista-- para, un par de años después, regresar al país
donde supuestamente los han perseguido y acosado a disfrutar de los beneficios
de ser un extranjero en su propia tierra. Los engendros del socialismo castrista
han empezado a retoñar con fuerza y a dar frutos en Miami.
Por supuesto que aún quedan personas decentes entre los nuestros de
allá y de aquí. Los grupos disidentes que, sujetos a un
hostigamiento continuo, no dejan de hacer denuncias y de proponer cambios políticos;
así como los periodistas independientes que dan puntual cuenta de sus
gestiones patrióticas, y muchas otras personas que padecen y esperan en
silencio el fin del déspota que ha llegado a los 76 años y que,
para ver-
güenza de todos los cubanos, bien puede morirse en su cama. De ser así,
rece usted al menos para que terribles dolores lo atormenten sin consuelo
posible, y que el olor a azufre sature su cámara maldita. (Así
sea.)
© Echerri 2002 / El Nuevo Herald |