Alejandro Armengol /
El Nuevo Herald,
agosto 6, 2002.
Hace treinta años, cuando era estudiante universitario en Cuba, recibí
una invitación para asistir, con el jurado del Premio Casa de las Américas,
a la proyección de un documental en una de las salas privadas del
Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC).
De las fatigosas cinco o seis horas de proyección de La hora de los
hornos, guardé dos impresiones. Una de la pantalla. ¿Cómo era
posible que aquella figura vestida de pieles despertara tanto entusiasmo en el
pueblo? La segunda de los espectadores. Los intelectuales latinoamericanos --que
formaban aquel público reducido y privilegiado-- expresaron en alta voz
su aprobación o rechazo a la mujer enjoyada durante toda la proyección.
Pese a su enfoque ortodoxo, según los principios ideológicos
cubanos, a comienzos de la década de los setenta La hora de los hornos
era una película prohibida en La Habana. La primera parte era posible
verla en funciones limitadas a estudiantes universitarios, pero la segunda y la
tercera no. Había dos explicaciones diferentes para dos censuras
diferentes. En el caso de la primera, se justificaban las restricciones por las
imágenes finales del cadáver del Che Guevara. Para la negativa a
presentar la segunda y la tercera se esgrimía un argumento más
fantasmagórico: el peronismo.
A diferencia de las vidas paralelas, las de Castro y Juan Domingo Perón
sólo se asemejan en preferir la referencia militar al cargo civil. Una de
tantas diferencias lleva un nombre cursi: Evita.
Una fecha, el 26 de julio, encierra dos polos opuestos separados por apenas
un año: la muerte de Evita y el asalto al cuartel Moncada; la consolidación
de un mito y el comienzo del fin de una utopía; la esperanza transformada
en añoranza y el desencanto convertido en una carga nacional: una momia
que recorre las calles de Buenos Aires dejando un rastro de velas y flores y una
ciudad tropical momificada en sus ruinas como espejo de un fracaso.
El mito de Castro se torna frío a medida que éste envejece, y
deja paso a un asombro ante la supervivencia del gobernante. No ha ocurrido lo
mismo con Eva Duarte de Perón: eternamente joven, muerta precisamente a
la misma edad que el guerrillero tomaba el poder en la isla: una pasión
argentina que no es la historia, sino la literatura y el cine.
De los tres grandes mitos del país sudamericano, Evita, Gardel y el
Che, sólo ella es un destino nacional. Gardel es el triunfo del
inmigrante y como tal se integra al país. El origen del Che es
irrelevante. Podría haber nacido en Venezuela, Colombia o Chile y salvo
un dato fortuito nada cambiaría en su biografía. Sólo Evita
es puramente argentina. Ella está ahí para recordarles a sus
compatriotas lo que no son, para provocar el insulto soez de sus hijos más
ilustrados, como Ezequiel Martínez Estrada, y más ilustres, como
Jorge Luis Borges.
Para explicar a Castro basta con la política. Con Eva es necesaria la
literatura y el espectáculo. Castro siempre es aburrido en la monotonía
de sus discursos. Eva entretiene y atrae hasta con su cursilería y rabia
vengativa. Ella no deja de ser un triunfo femenino en un país machista,
mientras él sólo reafirma la voluntad caudillista.
Los escritores argentinos no han podido sustraerse a esa maldición.
El cuento que mejor describe al mito lo escribió Borges y se llama El
simulacro. Es un cuento excelente y también injusto. La mejor novela es
Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez. Entre ambos extremos corre
una literatura: un cadáver teñido de un verdor siniestro de Juan
Carlos Onetti, una comedia con un grupo de homosexuales de Copi y un relato de
Rodolfo Walsh, Esa mujer, que es el primero que habla sobre el cadáver.
Sólo Julio Cortázar pudo escaparse. Como tantas otras cosas,
Cortázar adquirió el izquierdismo en Europa. Detestaba a Perón
por una razón válida y poderosa: el ruido incesante de los bombos
lo molestan en más de una ocasión que escuchaba a Béla Bartók,
y se marcha a París en 1951, le confesó luego a un amigo
periodista en Francia, que años después me lo contaría en
Miami. Sólo en Casa tomada --al decir de ese periodista a quien le decía
Cortázar cosas-- hay una alegoría al peronismo: ocupando cada vez
más espacio y arrojando a los moradores de la vivienda, en un final que
para el escritor es el exilio.
A 50 años de su muerte, Evita continúa desatando pasiones
mientras Argentina se debate entre el temor y la duda. Cercana y alejada de
todos, enterrada bajo puertas impenetrables en la Recoleta tras una última
vuelta de Europa, como un desafío final a la burguesía que tanto
la despreció y ella tanto odió. La agonía nacional, que
ayudó a crear, como una triste venganza.
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