Los pueblos
cautivos (II)
Héctor Maseda, Grupo Decoro
LA HABANA, noviembre (www.cubanet.org) - El destierro organizado por las
autoridades cubanas de los campesinos del Escambray, que entre los años
1960-65 apoyaron a los grupos insurgentes anticastristas, también lo
sufrieron sus familiares debido a la intolerancia característica de este
régimen totalitario.
Fredesvinda Hernández Méndez (Fredes) nos refiere sus
recuerdos y sufrimientos de aquellos días que tantas veces ha querido
olvidar, y no lo logra.
El traslado hacia los nuevos pueblos cautivos de los familiares que componían
el núcleo de los desterrados, obedeció a una selección
hecha por el gobierno de Castro, que llevó a cabo su policía política
(DSE o G-2).
Al respecto, Fredes señala: "Una mañana se presentaban a
la puerta de tu casa varios militares, y sin preámbulo te decían
que ya teníamos otra vivienda asignada en tal lugar, que el día de
salida era más cuál y que debíamos presentarnos es esa
dirección. Agregaban que no teníamos que llevar nada porque los
inmuebles estaban amueblados, pero esto era mentira pues los apartamentos se
encontraban vacíos y los oficiales lo sabían. Algunas familias le
dieron crédito y al llegar a su destino se percataron del error. Mi
familia no creyó en ellos y llevamos las pertenencias".
Sin aún haber dejado los parientes sus antiguos domicilios, los
inmuebles eran ocupados por personas identificadas con el gobierno, quienes
disponían de todo lo que encontraran en su interior en usufructo
gratuito.
Sobre este aspecto, Fredes recuerda: "Los que fuimos desterrados
tuvimos que pagar alquiler por los nuevos apartamentos que durante dos años
y más construyeron nuestros jefes de núcleo en condiciones
infrahumanas, a pesar de que las propiedades que nos habían sido
confiscadas, sin remuneración, poseían un valor varias veces
superior al costo de las viviendas asignadas en lugares tan apartados".
A Fredes le tocó mudarse el 21 de enero de 1977 para el pueblo
cautivo Ramón López Peña, en el municipio San Cristóbal
de la provincia Pinar del Río. "Para mí el traslado fue muy
duro", recuerda. "Tenía 20 años de edad, una niña
de dos años y estaba embarazada de la segunda. Mi esposo no me pudo
acompañar en el viaje porque su hermana (diabética, sorda y
afectada por la poliomielitis desde pequeña) había sufrido una
herida en el pie, se le complicó con gangrena y hubo que amputárselo.
Estaba hospitalizada en estado grave. Mi marido se quedó apoyando a su
mamá. En resumen, el movimiento lo realizamos mi cuñado, la niña
y yo".
"La primera etapa -precisa Fredes- fue en camiones desde Güinía
de Miranda hasta los llanos de Jibacoa, en el Escambray. Otras familias salieron
de los diferentes municipios. Los locales donde nos albergaron no tenían
condiciones para albergar personas mayores con niños. Hombres y mujeres
juntos, sin privacidad, literas estrechas, de tablas, muchas sin colchonetas. Mi
hijita y yo no cabíamos juntas en una de ellas. Yo no pude dormir esa
noche por temor a que se cayera la niña. Los guardias le dieron leche a
los pequeños y algo de comer a los adultos. Al otro día, de nuevo
los camiones hasta Manicaragua. Fuimos a parar a El Ranchón. Las
condiciones allí empeoraron. No había dónde acostarse. Nos
dejaron sin comer. Tampoco le dieron leche a los menores. Al oscurecer, otra vez
los camiones hasta Santa Clara. En esta ciudad pasamos la noche sin dormir,
comidos por los mosquitos, con mucho frío y golpeados por lloviznas
intermitentes. Nos tiraron en unos solares próximos a la estación
del ferrocarril. No hubo ningún tipo de consideración, a pesar de
que el grueso éramos mujeres, ancianos y niños. La mayoría
de nuestros hombres desde 1971-72 estaban presos en diferentes regiones de la
provincia pinareña.
Fredes, con la angustia reflejada en su rostro por los recuerdos, continúa
la historia: "Al día siguiente nos montaron en el tren. El mismo que
años antes había llevado a nuestros padres, esposos y hermanos.
Eran las pequeñas cárceles móviles y el mismo rigor. Nos
acompañaban ocho guardias armados en cada vagón, con fusiles y
bayonetas. Cualquier movimiento debía ser autorizado por ellos. Nuestros
hijos lloraban asustados y por el hambre. ¡Al fin les dieron leche y
compota! A los adultos naranjas. Ellos (los militares) sabían que llevábamos
48 horas casi sin comer; el viaje en tren duró otras 35 horas. A nadie le
dieron alimentos sólidos. ¡Ni siquiera a las mujeres embarazadas ni
a los menores!"
En ese tren iban personas para los pueblos cautivos López Peña,
Briones Montoto y Sandino. "En la medida en que llegábamos al final
del trayecto, el convoy dejaba los coches y continuaba su viaje hasta la próxima
parada y así, hasta llegar a la última".
La mujer agrega: "El traslado de las pertenencias fue otra odisea. No
sabíamos por qué vía venían. Después nos
enteramos que los habían mandado por un tren de carga. Teníamos
que seleccionar cuáles eran las nuestras en aquella locura de
cachibaches. Ningún guardia nos ayudó en la operación.
Algunos expresaron que ése no era su problema. Fuimos las mujeres, los
ancianos, los niños y los pocos hombres que nos acompañaban,
ayudados por los desterrados que acudieron a recibirnos, quienes movimos las
cosas en carretas tiradas por bueyes a través de caminos irregulares. Los
muebles se desajustaron, los cristales se rompieron, las ropas se llenaron de
polvo o se ensuciaron al caer en el fango y en la tierra".
Desplazamientos como éste se contaron por docenas hasta mediados de
1985 en que se realizó el último. Fredes fuerza su memoria y nos
dice: "Las personas que fuimos trasladadas de esta manera sumamos docenas
de miles. En López Peña sólo, hay una población
actual de aproximadamente diez mil personas entre colaboradores de los grupos
insurgentes en el macizo de Trinidad, sospechosos de colaborar y familiares de éstos,
además de unos cuantos núcleos de familias que constituyen la red
de informantes permanentes del gobierno que siguen nuestros pasos. Los otros
tres pueblos cautivos deben tener poblaciones y status similares".
"Cuando llegamos al lugar -concluye Fredes- nos dimos cuenta de que sólo
existían los edificios de viviendas. No había calles pavimentadas,
ni aceras, ni áreas verdes, ni parques, ni círculos infantiles
(guarderías), ni escuelas para nuestros hijos, ni centros de recreación.
Apenas una tienda de comestibles, otra de ropa, una placita de viandas y
hortalizas, la barbería-peluquería y la posta médica. Las
autoridades consideraban que era suficiente para atender a diez mil personas.
Con el paso de los años habilitaron tres casitas como escuelas primarias.
Más tarde, al darle casa a los últimos presos, convirtieron el
albergue donde vivían en escuela primaria. Los adolescentes que asistían
a la secundaria básica debían dirigirse hasta el pueblo de San
Cristóbal, ubicado a ocho o diez kilómetros de distancia, la mayoría
de las veces a pie, por no tener transporte en el cual trasladarse".
Cuando Fredesvinda Hernández Méndez llegó a López
Peña ya había allí unas 300 familias. Hoy esa cifra se
eleva a 2,500 núcleos. Con el tiempo transcurrido pensó que su
situación iría mejorando y que los odios de las partes en
conflicto quedarían en el pasado, pero la frase que los oficiales
castristas le dijeron a su suegro y demás presos políticos
desterrados cuando los concentraron en la ciudad de Santa Clara, el 15 de
diciembre de 1971, no fue dicha para que se olvidara. En realidad formaba y
forma parte del tratamiento sociopolítico y económico que el
gobierno de Fidel Castro le tiene reservado a todo aquél que, de alguna
manera, se le opone.
Los pueblos cautivos (I) / Héctor
Maseda / Grupo Decoro
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