CUBANET .INDEPENDIENTE

30 de noviembre, 2001


Los pueblos cautivos (II)

Héctor Maseda, Grupo Decoro

LA HABANA, noviembre (www.cubanet.org) - El destierro organizado por las autoridades cubanas de los campesinos del Escambray, que entre los años 1960-65 apoyaron a los grupos insurgentes anticastristas, también lo sufrieron sus familiares debido a la intolerancia característica de este régimen totalitario.

Fredesvinda Hernández Méndez (Fredes) nos refiere sus recuerdos y sufrimientos de aquellos días que tantas veces ha querido olvidar, y no lo logra.

El traslado hacia los nuevos pueblos cautivos de los familiares que componían el núcleo de los desterrados, obedeció a una selección hecha por el gobierno de Castro, que llevó a cabo su policía política (DSE o G-2).

Al respecto, Fredes señala: "Una mañana se presentaban a la puerta de tu casa varios militares, y sin preámbulo te decían que ya teníamos otra vivienda asignada en tal lugar, que el día de salida era más cuál y que debíamos presentarnos es esa dirección. Agregaban que no teníamos que llevar nada porque los inmuebles estaban amueblados, pero esto era mentira pues los apartamentos se encontraban vacíos y los oficiales lo sabían. Algunas familias le dieron crédito y al llegar a su destino se percataron del error. Mi familia no creyó en ellos y llevamos las pertenencias".

Sin aún haber dejado los parientes sus antiguos domicilios, los inmuebles eran ocupados por personas identificadas con el gobierno, quienes disponían de todo lo que encontraran en su interior en usufructo gratuito.

Sobre este aspecto, Fredes recuerda: "Los que fuimos desterrados tuvimos que pagar alquiler por los nuevos apartamentos que durante dos años y más construyeron nuestros jefes de núcleo en condiciones infrahumanas, a pesar de que las propiedades que nos habían sido confiscadas, sin remuneración, poseían un valor varias veces superior al costo de las viviendas asignadas en lugares tan apartados".

A Fredes le tocó mudarse el 21 de enero de 1977 para el pueblo cautivo Ramón López Peña, en el municipio San Cristóbal de la provincia Pinar del Río. "Para mí el traslado fue muy duro", recuerda. "Tenía 20 años de edad, una niña de dos años y estaba embarazada de la segunda. Mi esposo no me pudo acompañar en el viaje porque su hermana (diabética, sorda y afectada por la poliomielitis desde pequeña) había sufrido una herida en el pie, se le complicó con gangrena y hubo que amputárselo. Estaba hospitalizada en estado grave. Mi marido se quedó apoyando a su mamá. En resumen, el movimiento lo realizamos mi cuñado, la niña y yo".

"La primera etapa -precisa Fredes- fue en camiones desde Güinía de Miranda hasta los llanos de Jibacoa, en el Escambray. Otras familias salieron de los diferentes municipios. Los locales donde nos albergaron no tenían condiciones para albergar personas mayores con niños. Hombres y mujeres juntos, sin privacidad, literas estrechas, de tablas, muchas sin colchonetas. Mi hijita y yo no cabíamos juntas en una de ellas. Yo no pude dormir esa noche por temor a que se cayera la niña. Los guardias le dieron leche a los pequeños y algo de comer a los adultos. Al otro día, de nuevo los camiones hasta Manicaragua. Fuimos a parar a El Ranchón. Las condiciones allí empeoraron. No había dónde acostarse. Nos dejaron sin comer. Tampoco le dieron leche a los menores. Al oscurecer, otra vez los camiones hasta Santa Clara. En esta ciudad pasamos la noche sin dormir, comidos por los mosquitos, con mucho frío y golpeados por lloviznas intermitentes. Nos tiraron en unos solares próximos a la estación del ferrocarril. No hubo ningún tipo de consideración, a pesar de que el grueso éramos mujeres, ancianos y niños. La mayoría de nuestros hombres desde 1971-72 estaban presos en diferentes regiones de la provincia pinareña.

Fredes, con la angustia reflejada en su rostro por los recuerdos, continúa la historia: "Al día siguiente nos montaron en el tren. El mismo que años antes había llevado a nuestros padres, esposos y hermanos. Eran las pequeñas cárceles móviles y el mismo rigor. Nos acompañaban ocho guardias armados en cada vagón, con fusiles y bayonetas. Cualquier movimiento debía ser autorizado por ellos. Nuestros hijos lloraban asustados y por el hambre. ¡Al fin les dieron leche y compota! A los adultos naranjas. Ellos (los militares) sabían que llevábamos 48 horas casi sin comer; el viaje en tren duró otras 35 horas. A nadie le dieron alimentos sólidos. ¡Ni siquiera a las mujeres embarazadas ni a los menores!"

En ese tren iban personas para los pueblos cautivos López Peña, Briones Montoto y Sandino. "En la medida en que llegábamos al final del trayecto, el convoy dejaba los coches y continuaba su viaje hasta la próxima parada y así, hasta llegar a la última".

La mujer agrega: "El traslado de las pertenencias fue otra odisea. No sabíamos por qué vía venían. Después nos enteramos que los habían mandado por un tren de carga. Teníamos que seleccionar cuáles eran las nuestras en aquella locura de cachibaches. Ningún guardia nos ayudó en la operación. Algunos expresaron que ése no era su problema. Fuimos las mujeres, los ancianos, los niños y los pocos hombres que nos acompañaban, ayudados por los desterrados que acudieron a recibirnos, quienes movimos las cosas en carretas tiradas por bueyes a través de caminos irregulares. Los muebles se desajustaron, los cristales se rompieron, las ropas se llenaron de polvo o se ensuciaron al caer en el fango y en la tierra".

Desplazamientos como éste se contaron por docenas hasta mediados de 1985 en que se realizó el último. Fredes fuerza su memoria y nos dice: "Las personas que fuimos trasladadas de esta manera sumamos docenas de miles. En López Peña sólo, hay una población actual de aproximadamente diez mil personas entre colaboradores de los grupos insurgentes en el macizo de Trinidad, sospechosos de colaborar y familiares de éstos, además de unos cuantos núcleos de familias que constituyen la red de informantes permanentes del gobierno que siguen nuestros pasos. Los otros tres pueblos cautivos deben tener poblaciones y status similares".

"Cuando llegamos al lugar -concluye Fredes- nos dimos cuenta de que sólo existían los edificios de viviendas. No había calles pavimentadas, ni aceras, ni áreas verdes, ni parques, ni círculos infantiles (guarderías), ni escuelas para nuestros hijos, ni centros de recreación. Apenas una tienda de comestibles, otra de ropa, una placita de viandas y hortalizas, la barbería-peluquería y la posta médica. Las autoridades consideraban que era suficiente para atender a diez mil personas. Con el paso de los años habilitaron tres casitas como escuelas primarias. Más tarde, al darle casa a los últimos presos, convirtieron el albergue donde vivían en escuela primaria. Los adolescentes que asistían a la secundaria básica debían dirigirse hasta el pueblo de San Cristóbal, ubicado a ocho o diez kilómetros de distancia, la mayoría de las veces a pie, por no tener transporte en el cual trasladarse".

Cuando Fredesvinda Hernández Méndez llegó a López Peña ya había allí unas 300 familias. Hoy esa cifra se eleva a 2,500 núcleos. Con el tiempo transcurrido pensó que su situación iría mejorando y que los odios de las partes en conflicto quedarían en el pasado, pero la frase que los oficiales castristas le dijeron a su suegro y demás presos políticos desterrados cuando los concentraron en la ciudad de Santa Clara, el 15 de diciembre de 1971, no fue dicha para que se olvidara. En realidad formaba y forma parte del tratamiento sociopolítico y económico que el gobierno de Fidel Castro le tiene reservado a todo aquél que, de alguna manera, se le opone.


Los pueblos cautivos (I) / Héctor Maseda / Grupo Decoro


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