Editorial I. La Nación
Line. Argentina, febrero 27, 2001.
La firme determinación del presidente Fernando de la Rúa en
favor de que la Argentina apoye, en la próxima reunión de la
Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, el voto por el cual
se exhorta a Cuba a respetar los derechos y las libertades fundamentales coloca
una vez más a nuestra diplomacia del lado de los principios antes que del
pragmatismo.
El anuncio presidencial de que se reiterará en ese encuentro
internacional el mismo criterio que se utilizó un año atrás
en aquel ámbito es también un signo de firmeza política
frente a las presiones que recibió en las últimas semanas el
primer mandatario por parte de los titulares de las dos fuerzas que integran la
coalición gobernante, el ex presidente Raúl Alfonsín y el
ex vicepresidente Carlos Alvarez, para corregir el voto argentino contra el régimen
político de Cuba y pasar a la abstención.
Es evidente que en el transcurso del último año nada ha
cambiado en Cuba como para modificar la tesitura que la Argentina ha sostenido
en los últimos tiempos.
A la hora de analizar el sentido de nuestro voto en el citado organismo
internacional, no es lo fundamental evaluar que la guerra fría ha llegado
a su fin o que han cesado las antiguas amenazas de una exportación del régimen
comunista cubano a otros países de América latina. De lo que se
trata es de algo mucho más simple: de determinar si en Cuba se respetan o
no los derechos esenciales de la persona humana.
En la isla caribeña, gobernada durante más de cuatro décadas
por Fidel Castro, hoy, igual que ayer, no existen derechos ni garantías
individuales; la libertad de prensa brilla por su ausencia y la discrecionalidad
del Estado con frecuencia asume caracteres policíacos.
No puede obviarse tampoco la existencia en Cuba de una auténtica ley
mordaza que considera como un delito punible hasta con treinta años de
prisión toda discrepancia con el régimen. En estas circunstancias,
la Argentina debe atenerse a tales datos y votar en función de
principios, más allá de los alineamientos internacionales o de
otras cuestiones pragmáticas.
Distinto es el conflicto suscitado por el prolongado embargo contra Cuba que
viene sosteniendo Estados Unidos. Se trata de una política que se ha
probado ineficaz para alcanzar su declarado fin de debilitar al gobierno de
Castro y contribuir a la llegada de la democracia en la isla.
Diferentes voces, expuestas fundamentalmente en las cumbres de países
iberoamericanos desarrolladas en los últimos años, han señalado
la conveniencia de poner fin a esa estrategia desplegada por los sucesivos
gobiernos norteamericanos durante más de tres décadas.
Si el embargo fuera levantado, el intercambio comercial, la asociación
de empresas y la cooperación económica contribuirían
-probablemente- a posibilitar un mayor contacto con las ideas de libertad económica
y política y provocarían un impulso innovador en distintos
sectores de la sociedad, lo cual podría conducir, en algún
momento, a persuadir a la dirigencia cubana acerca de las bondades de un sistema
basado en el libre flujo de la información y en las instituciones democráticas.
Es saludable que el presidente de la República haya tomado en sus
manos con firmeza, como lo exige la Constitución, el manejo de las
relaciones internacionales y haya antepuesto a cualquier otra consideración
la defensa de los supremos principios que amparan la dignidad de la persona
humana.
Es de esperar que el mismo celo para anteponer los principios a las
conveniencias pragmáticas se observe, en el mundo, a la hora de
considerar la situación de otros regímenes despóticos, como
el de China. La diplomacia de los países democráticos no debería
hacer distingos injustificados al ejercer la defensa de los derechos humanos y
al rechazar los atropellos de los regímenes totalitarios.
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