Jorge Edwards. El País. Domingo, 20 de febrero de
2001
Se habla de los muchos exilios, del destierro de los poetas, de los
exiliados interiores. ¿Por qué pronuncias 'exilado' cuando la
palabra es 'exiliado'?, me preguntan de improviso, con brusquedad y con intención
casi agresivas. Porque la entonación, respondo, lo que se llama el
acento, es uno de los grandes misterios del lenguaje. Abro un ensayo de Antonio
Tabucchi y me encuentro con una cita de Diderot. Diderot es uno de los
escritores del siglo XVIII más vigentes ahora, uno de los más
reivindicados por los escritores actuales. 'La cantidad de palabras es limitada;
la de los acentos es infinita', escribió Diderot en el Salón de
1767. Hace un rato, en buenas cuentas. Y también afirmó: 'La
entonación es la imagen misma del alma reflejada en las inflexiones de la
voz'.
Por eso escribo 'exiliado' y digo 'exilado'. Y es por eso que la saudade de
un portugués y la de un brasileño son tan diferentes. Estar
exiliado, en cierto modo, es vivir rodeado de idiomas o por lo menos de acentos
ajenos: vivir entre personas que hablan en alemán, o que pronuncian el
español con acento catalán o caribeño. A mediados de la década
del setenta viví en un exilio doble o triple, situación de la que
conservo, para ser franco, un recuerdo excelente. Había sido expulsado de
la diplomacia chilena, en un arrebato ministerial que revelaba toda la
profundidad de nuestra mentalidad autoritaria, y vivía en Barcelona
dedicado a trabajos literarios más bien menores, pero mis compatriotas
del exilio, a causa del testimonio escrito de mi paso por Cuba, me miraban con
cara de sospecha, con gesto más bien torvo. Con lo cual yo solía
decir que estaba exiliado de Chile y también del exilio chileno: solo,
pero en compañía de algunos buenos amigos. En otras palabras:
solo, pero bien acompañado, forma ideal de vida para un escritor y que
nunca, en los años que siguieron, he podido recuperar del todo.
En ese tiempo, un amigo nacido en Cuba y que se dedica a la enseñanza
de la literatura en los Estados Unidos escribió un libro y le puso la
dedicatoria siguiente: 'A Jorge Edwards, el mejor de los cubanos'. Como ustedes
pueden apreciar, es un amigo bromista, dotado de un sentido benévolo del
humor. Su dedicatoria, sin embargo, impresa y comprometedora, me dio una clave.
A lo mejor, me dije, en realidad, a pesar de haber nacido en Santiago de Chile,
pertenezco al exilio cubano, cosa que le sucedió también, en años
un poco anteriores, a un cercano pariente, Emilio Edwards Bello. Ahora bien,
Emilio, 'don Emilio', como le decían todos allá, vivió
largos años en La Habana, antes y después de la Revolución,
y llegó a convertirse en un personaje popular de la vida habanera. Mi
paso por Cuba, en cambio, aparte de una breve visita en la década de los
sesenta, sólo duró tres meses y medio, entre los primeros días
de diciembre de 1970 y el final de marzo de 1971. Pero ahora recuerdo detalles y
me quedo pensativo. Siempre creí que recogía el legado del hermano
de Emilio, Joaquín, el escritor, el inútil de la familia, frase
que parece una parodia o quizás una paráfrasis de Jean-Paul
Sartre. Pero si me convertí en exiliado cubano, quiere decir que el
legado que en verdad recogí fue el de Emilio. Y el asunto, una vez
planteado, adquiere una curiosa coherencia y parece transformarse en el punto de
partida de una novela. No sé si una novela mía, o de Mayra
Montero, o de algún otro novelista. Porque en La Habana siempre me
encontraba con gente que había conocido a 'don Emilio' y que se me
acercaba con las actitudes más diversas. En algunos casos el alcance de
nombre tomaba las dimensiones de una vasta acusación política. ¿Cómo
podía el Gobierno de la revolución chilena nombrar como su primer
representante en la revolución cubana a una persona de la misma familia
del último embajador del antiguo régimen? Acusación de
efecto doble o triple, puesto que me alcanzaba a mí y al fantasma de don
Emilio, pero también llegaba hasta el ministro de Relaciones Exteriores
chileno e incluso a Salvador Allende. Era como una bomba de racimo intelectual,
que salpicaba para todos lados y provocaba destrozos imprevisibles. ¿Será
una familia inmortal?, se preguntaba el acusador, con la cara retorcida, con
expresión insinuante.
Otras personas, sobre todo en sectores populares, ajenos a la burocracia, se
me acercaban con manifestaciones de afecto extraordinarias, como si yo fuera una
aparición, una persona caída del cielo. Una pareja de porteros, en
el edificio donde vivía mi amigo Juan David, me tomaba las manos, me
tocaba el cuerpo, con lágrimas en los ojos. Ser sobrino de don Emilio hacía
participar en una condición mítica, en una vuelta de tiempos
desaparecidos y, por lo visto, más felices. En las recepciones del Cuerpo
Diplomático, un mozo alto, fornido, que había trabajado para mi
pariente, me hacía una seña con los ojos y al mismo tiempo hacía
girar la bandeja con los bocadillos. Esto significaba que el mejor de la bandeja
me quedaba al alcance de la mano. No había nada más conservador
que estos personajes secundarios de un régimen desaparecido, pero la
lección de la historia, expresada en un lenguaje sin palabras, no dejaba
de ser interesante. Había más humanidad en estos seres modestos, a
fin de cuentas, que en los representantes oficiales del humanismo marxista
leninista. Un miembro de la jerarquía revolucionaria que tenía una
visión discreta, reservada, pero efectiva, de estos fenómenos
contradictorios era el entonces ministro de Relaciones, Raúl Roa. Roa era
un intelectual, un hombre de letras, y estaba obligado a callar, pero se veía
que no comulgaba con todas las ruedas de carreta revolucionarias. En una
oportunidad, en su oficina de la Cancillería, me contó que don
Emilio había ido a despedirse de él ahí mismo, cuando Chile
había roto con La Habana en 1964, y que lloraba a moco tendido, a
sabiendas de que nunca podría regresar a sus barrios habaneros.
Me acuerdo de estas cosas después de leer unas pinceladas del
escritor peruano Aldo Mariátegui sobre la Cuba de estos días. El
señor Mariátegui, nieto de José Carlos Mariátegui,
uno de los grandes pensadores marxistas de América Latina, se asombra de
la 'visión un punto melancólica, por no decir retro, del Gobierno
castrista'. El lenguaje oficial sigue recordando la invasión de Bahía
Cochinos, las hazañas del Granma, el triunfo de la Revolución en
enero de 1959. Es, me digo, otra de las grandes contradicciones revolucionarias.
Las revoluciones pretenden hacer tabla rasa con el pasado y en cierto modo le
dan una categoría, una belleza que antes no tenía. Los bandos
derrotados nunca desaparecen por completo. Los fantasmas de antaño
regresan y entran por alguna puerta falsa. Nikita Kruschev, en sus memorias,
cuenta algo muy parecido al detalle de la bandeja del mozo de don Emilio. Los
primeros bolcheviques comían en el Kremlin en la vajilla de los zares,
servidos por un antiguo mayordomo. Cuando el hombre colocaba los platos de sólida
porcelana con molduras de oro, siempre se esmeraba para que el escudo zarista
quedara puesto hacia arriba. ¡Como lo exigía la tradición!
El día en que partí de viaje a Cuba con mis credenciales de
ministro plenipotenciario del Gobierno de la Unidad Popular, estaba condenado
por el pasado, de antemano, sin apelación posible, y no me di cuenta. Mis
mandantes tampoco, por lo demás, en un gesto muy criollo y que la
contraparte cubana nunca llegó a entender. Yo hablaba de estos asuntos
con Enrique Labrador Ruiz y con Juan David, en una noche calurosa e
interminable, frente a botellones de whisky que había podido sacar de la
tienda diplomática, y las palabras se volvían cada minuto más
subversivas y peligrosas. Cuando se lo conté a Pablo Neruda, gran amigo
de Labrador, dos o tres meses más tarde, me dijo: '¡Es que en esas
situaciones se habla tanto!'. El poeta sabía, así como tantos
otros no entendían y a veces siguen sin entender una sola palabra...
El señor Mariátegui sostiene que los cubanos ya están
bien preparados para una transición. Esto implica un juicio previo: que
después de Fidel nadie podrá evitar el cambio. La estatua del dios
Mercurio, tirada en el suelo en plena plaza de San Francisco, en La Habana,
volverá a ponerse de pie más temprano que tarde. En su visita de
estos días, Mariátegui, sin haber pedido la opinión de
nadie, escuchó asombrado frases como 'ojalá que Fidel se muera ya
y cambie esto'. Yo no me asombraría tanto. Los antiguos dioses, así
como los fantasmas del tiempo ido, siempre están a punto de regresar,
aunque con otras caras y otros lenguajes. Hace poco le pregunté a un
empresario español sobre sus razones para invertir en Cuba. Él me
contestó que ninguna circunstancia futura, desde el punto de vista de sus
intereses financieros, podía ser peor que la actual. El argumento no me
pareció malo. A medida que pasan los años y que Fidel envejece, el
valor de las inversiones españolas, chilenas o lo que sea, aumenta.
Don Emilio, Emilio Edwards Bello, terminó sus días en Miami,
en la condición, curiosa para un chileno, de miembro del exilio cubano.
Yo me propongo estar atento, a ver si consigo comprarme una casita en el barrio
habanero de Miramar. Los tres meses y medio en la isla me marcaron y me
conmovieron, para qué voy a negarlo. Pienso regresar algún día,
aunque todavía no sé cuándo ni cómo.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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