Rafael Rojas. Publicado el viernes, 16 de febrero de 2001
en El Nuevo Herald
En los medios intelectuales académicos cubanos, dentro y fuera de la
isla, es frecuente una descalificación: "Ese estudio o ese estudioso
no es serio porque reduce su argumentación a un burdo anticastrismo''. La
crítica de lo "vulgar'' o lo "burdo'' tiene larga tradición
en el marxismoleninismo y otras ideologías extremas. Pero también
es muy común en la herencia positivista que desde sus orígenes
marca las ciencias sociales. Cuando esa tradición se proyecta sobre el
viejo tópico, que la retórica soviética asociaba con "el
papel de la personalidad en la historia'', revela su mayor ambivalencia. Así,
el culto a Marx, a Lenin, a Stalin, a Mao... podía defenderse académicamente
con el argumento de que estos hombres, a diferencia de César, Napoleón,
Bismarck o Hitler, sí comprendieron las "relaciones sociales de
producción'' y lograron representar la voluntad de sus pueblos, no tanto
por carismáticos, sino porque entendían verdades científicamente
comprobables.
Igual ambivalencia envuelve hoy el tratamiento de la figura de Fidel Castro
en los textos académicos. Dentro y fuera de Cuba, especialmente en EU, es
política y académicamente incorrecto considerarlo un actor
primordial del régimen cubano. Un estudio que lo hiciera respetando las
normas de la neutralidad académica, usando términos como la "variable''
Castro y despojando el discurso de cualquier enunciado valorativo sobre el "tirano'',
el "dictador'' o el "déspota'' --títulos comunes en el
pensamiento político, desde Aristóteles hasta Bobbio-- sería
mal visto. Y esto no debería extrañarnos si tomamos en cuenta que
todavía hoy la mayoría de los sociólogos, politólogos
e historiadores que investigan y escriben sobre Cuba no se atreven a usar la
clasificación de "régimen totalitario comunista'', acuñada
por la ciencia política, aunque en muchos aspectos la consideren
aplicable a la isla.
¿A qué se debe esto? Pensadores contemporáneos, como
George Steiner, Giovanni Sartori y Paul Ricoeur, ofrecen respuestas: el campo
académico de las ciencias sociales se ha deshumanizado con las oleadas de
paradigmas científicos del positivismo al postmodernismo, de la hegemonía
de las "instituciones funcionales'' a la de los "actores racionales''.
Con la nueva invasión de racionalidad tecnológica en las
humanidades se va perdiendo la noción clásica, ilustrada, moderna,
romántica --eterna, agregaría yo--, de que la historia y la política
son territorios pasionales, intensamente subjetivos, donde el sentido de las
acciones se vuelve a veces ininteligible desde patrones racionales. Un
psiquiatra tendría mucho que aportar al estudio político del
castrismo, así como Wilhelm Reich contribuyó al análisis
psicosocial del régimen nazi. El tabú académico en torno a
Castro, reverso de su omnipresencia mediática, contribuye a difundir el
equívoco de que su despotismo es más ideológico que
personal.
Pero no quiero apoyarme en autoridades del pensamiento liberal. Cito a
Pierre Bourdieu, un sociólogo correcto, neomarxista, muy leído por
la izquierda académica: dice este autor, en su Homo academicus, que las
ciencias sociales se están volviendo incapaces de pensar el poder y,
sobre todo, aquel poder absoluto que se construye desde un "capital simbólico
que no tiene reglas o que tiene como regla no tenerlas. O, peor aún,
tiene la de cambiar de regla a cada ocasión en función de sus
intereses''.
Encuentro ahí una definición óptima del castrismo, que
se completaría con estas otras: "el poder absoluto es el de volverse
imprevisible y prohibir a los demás una anticipación razonable, de
instalarlos en la incertidumbre absoluta, sin dejar asidero alguno a su
capacidad de prever''.
Pero en el caso de Cuba y Fidel Castro hay algo más. El
antifranquismo de María Zambrano y de José Angel Valente tenía
una dignidad, una aureola moral que, lejos de ensombrecer, potenciaba aún
más la obra poética y filosófica de estos escritores. Ni
que decir del antiestalinismo de un Nabokov o un Milosz, o del antinazismo de un
Adorno o una Arendt, acogidos por la academia norteamericana de la postguerra.
El anticastrismo, en cambio, carece de gloria, no convence como epopeya moral,
aunque hoy por hoy no haya en el mundo un intelectual de prestigio que no sepa
que en Cuba se han violado los más elementales derechos del hombre
durante 40 años. Esto se debe no sólo a la eficaz construcción
mundial de un "capital simbólico'' de mitos nacionalistas y
antinorteameri- canos, sino a la propia falta de gloria intelectual del
castrismo. Como casi todo lo que tiene que ver con Cuba, país
condicionado por la metafísica del choteo, el castrismo no es "serio''.
Aún así, prevenido de esa ligereza que hace inverosímil
la tragedia en la sociedad cubana, en historia y en política los juicios
de un académico están contaminados por los valores y las creencias
del ciudadano. Y al igual que al ciudadano Locke le resultaba odioso el
absolutismo de los Estuardos y a Montesquieu el de los Borbones, y al ciudadano
Marx le repugnaba el parlamentarismo prusiano o, incluso, al ciudadano Fidel le
irritaba el autoritarismo batistiano, a mí me parece humillante el régimen
de Castro.
Humillante por cuatro razones, más emotivas que filosóficas,
que expongo de manera "simple'', "dramática'', en el lenguaje
de la opinión: 1) porque es un régimen que ha sostenido a la misma
persona en el poder durante 43 años y aspira a sostenerlo hasta su
muerte; 2) porque en cuatro décadas ha destruido la economía, la
política --defectuosas, injustas... ya sé-- y, en buena medida, la
cultura que construyeron los cubanos por más de siglo y medio; 3) porque
ha asesinado a centenares, encarcelado a cientos de miles y despojado de sus
derechos a millones de ciudadanos que no lo aceptaron, ni lo aceptan; 4) porque
propicia la emigración masiva de cubanos, la separación familiar y
el odio entre el pueblo de la isla y el del exilio.
Ensayista e historiador cubano. Profesor del CIDE en México |