Por Joaquín Morales Solá Para.
La Nación LineFebrero 15, 2001
Un secreto a voces en el Gobierno indica que tanto el presidente Fernando de
la Rúa como su canciller, Adalberto Rodríguez Giavarini, están
íntimamente convencidos de que la Argentina debe votar, en el marco de
las Naciones Unidas, en favor de la resolución que condena al régimen
cubano por las violaciones a los derechos humanos.
El Presidente y el ministro han asegurado a diestra y siniestra que no han
decidido aún la posición definitiva, pero las pocas personas que
han conversado con ellos a corazón abierto los percibieron convencidos de
la necesidad de cuestionar el régimen de Fidel Castro.
De la Rúa es un hombre conservador que difícilmente pueda
encontrar alguna afinidad con la administración socialista del legendario
comandante cubano. El Presidente es también un hombre agradecido y ha
sido el primero en reconocer la decisiva participación de Washington en
la concreción del reciente blindaje financiero que apartó a la
Argentina del abismo.
Rodríguez Giavarini tiene la impronta de los que nada deben explicar
ni justificar en sus vidas: simplemente hacen lo que les dictan sus conciencias.
Y el tema de los derechos humanos ha sido un asunto crucial para el canciller,
aun cuando se debatió como una cuestión interna de la Argentina. Más
de una vez, cuando estaban en discusión los militares argentinos, se
enfrentó en la intimidad con la opinión de su propio presidente.
Incluso, el ex vicecanciller radical Raúl Alconada Sempé, el
principal asesor de Raúl Alfonsín en asuntos internacionales y con
una posición más comprensiva sobre Cuba, les aclaró a los
diplomáticos de La Habana: "No se confundan: Adalberto no está
buscando la simpatía norteamericana. Cree en lo que hace y dice".
El problema del Presidente y del canciller refiere a si podrán
aplicar sus decisiones, ajustados como están por las posiciones públicas
que ya han tomado Alfonsín y el jefe del Frepaso, Carlos Alvarez.
La reunión entre estos dos, en la que fijaron su posición y
decidieron presionar al Gobierno, cayó en el Presidente con el impacto
agresivo de un rayo.
Nunca creyó que esa comisión aliancista de seguimiento lo
terminaría beneficiando y la primera noticia de ella no ha hecho más
que confirmar sus suspicacias.
Alfonsín la emprendió, para peor, contra el secretario de
Cultura y Comunicación, Darío Lopérfido, un funcionario que
tiene vida sólo porque se la da el Presidente. El líder radical
está seguro de que el primer cable informativo, distribuido por la
agencia NA y que dio cuenta de que la Argentina se sumaría otra vez a la
condena a Cuba, salió de boca del subsecretario de esa dependencia,
Ricardo Rivas. Alfonsín afirma que esa información enloqueció
a Castro y no le perdona a Lopérfido ni al grupo de amigos presidenciales
que éste integra.
Lo cierto es que ya el año pasado, cuando el voto se conoció
como un hecho consumado, Alfonsín cuestionó la decisión de
De la Rúa. El ex presidente tiene un especial interés en Cuba
desde que negoció con Castro, durante su presidencia, la influencia del líder
cubano para morigerar la guerrilla chilena, que podía contagiarse en la
Argentina.
Tan cerca de esos temas está Alfonsín que el embajador
argentino en La Habana, el radical Oscar Torres Avalos, es un hombre que cultiva
más la intimidad del ex presidente que la del actual mandatario. Un
ejemplo: en el primer encuentro social con Castro, antes de entregar sus cartas
credenciales, Torres Avalos le transmitió al presidente cubano los
saludos de Alfonsín y no los de De la Rúa.
Alvarez, que el año último respaldó a De la Rúa
en la decisión de cuestionar a Cuba, cree que los Estados Unidos deberían
dejar que los países latinoamericanos decidieran por sí mismos su
posición sobre La Habana.
"Washington no deja ver las cosas con objetividad", ha dicho.
Coincide en que el régimen de Castro no muestra ningún signo de
progreso digno de ser defendido, pero no quiere dejarle a Alfonsín el
liderazgo del progresismo dentro de la Alianza.
El dilema interno
Nadie sabe cómo terminará repercutiendo dentro de la coalición
el vapuleo público que el dictador de La Habana le propinó al
Gobierno. Según algunos, Castro logró abrir una interna muy
intensa antes de que fuera tarde; esa lucha intestina mostró solos al
Presidente y al canciller en su convicción íntima de cuestionar a
Fidel.
Según otros, la ofensiva de Castro fue tan grande y tan disparatada
que el Gobierno no podrá votar en favor de él sin exhibir una
enorme debilidad. Algunos ministros (como el del Interior, Federico Storani, que
milita también en una posición más flexible frente a La
Habana) esperan que Rodríguez Giavarini, aludido directamente por Castro,
plantee en el gabinete una cuestión personal: o lo respaldan o lo
desautorizan.
"Estaremos con él", anticipó uno de ellos; es decir,
contra Castro.
Los estropicios internos de Fidel siguen siendo discutidos sólo en América
latina, tal vez como réplica al intenso interés que Washington
pone en el caso cubano. Pero hasta la socialdemocracia europea (en sus versiones
política e intelectual) lo ha condenado. No lo ha calificado de bueno ni
de malo, sino de obsoleto.
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