Carlos Alberto Montaner. Publicado el domingo, 11 de
febrero de 2001 en El Nuevo Herald
Madrid -- "A Castro no lo va a derrotar el general Powell, sino el
general Alzheimer''. La frase, sin ninguna certeza, se la atribuyen a Carlos
Lage, desesperado por las locuras que últimamente comete su jefe. La
afirmación viene a cuento del feroz ataque a la Argentina y a su
presidente Fernando de la Rúa, a quien acusa de "lamer la bota de
los yanquis'', lenguaje polvoriento, de adolescente dogmático, que es al
que regresan los viejos estalinistas cuando comienzan a necesitar pañales.
¿Por qué De la Rúa, de acuerdo con la versión de
Castro, dedica su lengua a tan poco higiénico menester? Porque Argentina,
exactamente como hizo el año pasado, ahora bajo la orientación del
canciller Adalberto Rodríguez Giavarini, un demócrata sin fisuras,
se propone votar este año en Ginebra a favor de la resolución que
condena al gobierno de Castro por violar los derechos humanos de los cubanos.
Aquí hay varios enigmas. El primero tiene que ver con la reacción
de Castro ante la conducta del gobierno argentino. La diplomacia argentina el año
pasado no hizo otra cosa que reiterar la postura del gobierno peronista de
Menem. Media docena de veces la cancillería argentina votó contra
la dictadura cubana, exactamente igual que todas las grandes democracias del
mundo. ¿No es ésa una tiranía comunista cuyos atropellos han
sido claramente documentados por Amnistía Internacional, Human Rigths
Watch, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Pax Christi y otra
media docena de entidades internacionales muy respetables y nada sospechosas de
sectarismos? ¿No existe la Comisión de Derechos Humanos de Naciones
Unidas precisamente para examinar esas denuncias y violaciones? ¿Qué
otra cosa puede hacer el gobierno de una democracia respetable si lo conminan a
enjuiciar la conducta de La Habana --o de Irak o Afganistán-- en este
tema específico? ¿Es el presidente chileno Lagos --cuyo país
votó como Argentina-- también un lamebotas de los yanquis? ¿Lo
es el premier canadiense Chrétien o el presidente Chirac?
¿Por qué Castro ataca a De la Rúa y nunca se atrevió
con Menem? La respuesta es muy simple: Castro, al margen de que le temía
a Menem y a su canciller Di Tella como al demonio mismo, está seguro de
que puede utilizar las divisiones en el radicalismo y en el Frente Amplio para
crearle artificialmente un problema (otro) a De la Rúa, al extremo de
hacerlo claudicar. Está convencido de que su amigo Alfonsín puede
presionar para que De la Rúa abandone su coherente compromiso con la
defensa de los derechos humanos: algo inconcebible en una persona que tanto luchó
por ellos en su propia patria.
Los otros enigmas son más oscuros. ¿Por qué Castro pide
explicaciones si es él quien debe dárselas a los argentinos en por
lo menos tres temas esenciales? El primero tiene que ver con el trágico
episodio del ataque al cuartel La Tablada. Las armas y el adiestramiento los
proporcionó Cuba. Lo ha descrito con lujo de detalles Jorge Masetti,
integrante en aquella época de los servicios de inteligencia cubanos, hoy
exiliado, agudo escritor e hijo del periodista argentino del mismo nombre que en
los años sesenta desapareció mientras intentaba crear un
movimiento guerrillero castrista en la provincia de Tucumán. Cuando se
produce el ataque a La Tablada, Argentina vivía uno de los momentos más
tensos de su transición a la democracia, y el gobierno de Alfonsín,
el amigo de Castro, se tambaleaba, lo que aparentemente estimuló el
aventurerismo de La Habana. ¿Por qué Alfonsín no le exigió
a Castro una explicación y (por lo menos) públicas excusas por la
complicidad de su gobierno con los terroristas argentinos? Nadie lo sabe.
El segundo asunto tiene que ver con el primero. ¿Por qué el
gobierno de La Habana tuvo y mantuvo las mejores relaciones con las dictaduras
militares argentinas, ésas que torturaban y desaparecían por
millares a jóvenes opositores? Contra ellas no se atacaba ningún
cuartel. Por el contrario: había fuertes vínculos. Contra la
democracia, en cambio, cualquier cosa era permisible. ¿Le explicará
Castro a los argentinos, alguna vez, por qué les lamía las botas a
los militares que tan cruelmente maltrataban a la población civil?
La tercera cuestión es la deuda cubana. Castro le echa en cara a De
la Rúa que su país se viera en la necesidad de solicitar cuarenta
mil millones de dólares del FMI, el BM y otras instituciones financieras
internacionales, pero no le hace frente a sus obligaciones con la sociedad
argentina: mil doscientos millones de dólares concedidos como crédito
por el gobierno de Perón y luego renovados por los militares. ¿Sabe
Castro que ningún país del planeta tiene una deuda tan antigua y
tan abultada con Argentina? ¿Sabe que, en alguna medida, aunque no sea
decisiva, parte de los problemas argentinos derivan de su conducta
irresponsable? Si se trata de darles a los argentinos lecciones de ética
comercial, a lo mejor debería comenzar por cumplir con las obligaciones
que contrae su gobierno y que luego ignora olímpicamente.
Naturalmente, una vez resueltos estos tres problemas que existen entre las
dos naciones, tampoco habría garantías de que Argentina votaría
de distinta manera en Ginebra. Argentina, o cualquier sociedad que respete los
compromisos que asume, tiene que llamarle pan al pan y crimen al crimen. Es una
cuestión de principios.
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