Pedro Crespo. Publicado el domingo, 11 de febrero de 2001
en El Nuevo Herald
La Habana-- Abuela me contaba que hace mucho, pero mucho tiempo atrás,
pasaba un hombre por las calles del barrio vendiendo frutas y maní
tostado. Junto a su carromato el sujeto iba de barrio en barrio cantando el pregón,
removiendo la alegría de la chiquillada de la cuadra.
Mi bisabuela me hablaba con frecuencia de su viaje a Filipinas en el primer
barco de vapor que atravesó el Pacífico, y que luego tomó
el mismo barco y arribó a las costas cubanas. Decía que vio tanto
movimiento de carruajes y tanta vida en el puerto habanero, que decidió
quedarse para siempre.
Mi tatarabuela me contó cómo fue que llegó la corriente
eléctrica a su pueblo. Para tal ocasión la fiesta fue apoteósica.
El bombillo instalado en el centro del parque era acariciado por las miradas
incrédulas de aquellos aldeanos asturianos. Al fin llegó la hora. ¡Flash!
La luz, y con ella la algarabía, la música, la misa y también
la mesa bien dispuesta. Dice que nunca más el bombillo se apagó.
Cuando ella tuvo hijos, los llevó a ver el bombillo al museo que,
alumbrado con potentes luces de neón, aún se conserva.
Todo esto lo conté ayer a unos chicos del barrio, en medio del vigésimo
quinto apagón del mes. Yo me sentía feliz por recordar tiempos
pasados; ellos encantados de oír anécdotas con cierto sabor mágico,
mientras mi madre, con mala cara, recogía agua del piso por causa del
descongelamiento del refrigerador. Todo esto acontecía alumbrados sólo
por una vela, que fue la que llevó mi abuela en su primera comunión
y que milagrosamente no se gasta.
Cuando todo esto pase pondré esa vela en una urna de cristal, y la
haremos iluminar con grandes reflectores de cine, para que así todos vean
la vela que un día, a diferencia del bombillo de mi tatarabuela, sí
se apagó para siempre.
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