La sonrisa de Tamayo Méndez
Manuel David Orrio, CPI
LA HABANA, septiembre - Este 18 de septiembre aparece en los anales cubanos
como el vigésimo aniversario de un acontecimiento digno de análisis.
Por primera vez, ese día de 1980, un hombre negro, latinoamericano y
cubano, formó parte de la tripulación de una nave espacial, soviética
por más señas, y devino así el primer cosmonauta del
llamado Tercer Mundo. "Veinte años no son nada", cantó
Carlitos Gardel. Pero nuestra casa común de hoy en nada se parece a la de
ayer. Cayó el Muro de Berlín, nació Internet, el sida
amenaza con despoblar Africa y palestinos e israelitas siguen sin llegar a una
convivencia realmente civilizada. Cuba pareció minipotencia; hoy, en la
era del picadillo de soya.
Injusto es no recordar el orgullo que tantos cubanos echamos a volar, cuando
vimos en nuestros televisores en blanco y negro a la sonrisa de Arnaldo Tamayo Méndez.
Veinte años después, más allá de debates políticos,
vale decir, como Alvarez Guedes: "¡Que viva Cuba, carajo!". Desde
luego, siempre sin olvidar que a los cubanos de la Isla aún se nos debe
el derecho de ver en la televisión, sin cortes ni ediciones, nada menos
que el alunizaje del Apolo 11. Increíble, pero cierto: aún
estamos por escuchar a Neil Armstrong; aún esperamos por su "pequeño
paso para el hombre, gran paso para la Humanidad".
El vuelo del cosmonauta cubano no solamente reportó utilidades científicas
y tecnológicas. De hecho, sirvió para borrar de la memoria
colectiva, al menos momentáneamente, a los efectos sociales de la crisis
del Mariel. Si el 17 de septiembre aún La Habana sólo hablaba de "aquello",
un día después la sonrisa de Tamayo convidó al olvido... al
momentáneo olvido. Más o menos, lo mismo ocurrió con la
invasión estadounidense a Granada y la presencia en la Isla del cantante
Oscar D´León, ejemplos por los que también vale citar a
quienes opinan que una de las carencias de la idiosincrasia nacional es la de un
insuficiente sentir histórico. Pensemos en ello. Vale la pena, porque ya
hemos repetido, muchas veces, muchos errores. Y "el tiempo pasa, y nos
vamos poniendo viejos", canta no Carlitos, sino Pablito.
La sonrisa de Arnaldo Tamayo recorrió el orbe. Pero, por lo menos yo,
desconozco si le acompañó el obligado chiste que los degenerados
humoristas del país siempre, en todas las ocasiones, hacen circular. De
acuerdo con éste, Tamayo arribó a La Habana con las manos
fracturadas. Cuando le preguntaron qué había pasado, respondió:
- Cada vez que iba a empuñar los mandos, el soviético me
pegaba. ¡Se mira y no se toca!, me gritaba.
Cierto, falso, chiste, o no, cualquiera diría que la sabiduría
popular expresó a través de la broma una verdad como templo: ¿qué
hizo por esas alturas un cubanito, si aún ahora Cuba parece incapaz de
cultivar caña de azúcar con algo de sentido común? Pensemos
en ello, vale la pena. Nuestras frustraciones nos han llevado en más de
una ocasión a arremeter contra molinos de viento, siempre olvidados de
hallar un equilibrio entre Don Quijote y Sancho Panza. Pensemos en ello, aún
cuando recordar la sonrisa de Tamayo Méndez nos diga que no hay motivo
para arrepentirse de gritar, como Alvarez Guedes, "¡que viva Cuba,
carajo!"
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