Un mandato
José Antonio Fornaris, Cuba-Verdad
LA HABANA, julio - Cuando subieron a la embarcación alguno de aquellos niños quizás recordara la canción infantil cuya letra se refiere a un barquito de papel que es un amigo fiel.
Pero al barquito no lo dejaron ser fiel y fue hundido como una hoja de papel en medio de un gran torbellino de agua, que arrastró hacia el fondo del mar sueños infantiles y esperanzas de adultos.
El Remolcador 13 de Marzo aún permanece hundido con su carga de restos humanos, con llantos de niños que se ahogaban, que no querían morir y que, ni siquiera en su inocencia, podían encontrar una explicación de por qué los embestían, de por qué
morían.
Cuando los niños mueren por la obsecación de los tiranos o la irresponsabilidad de los hombres, es como si se plantaran rosales que sólo dieran espinas o como si los días siempre estuvieran matizados de gris.
A los niños que aquel 13 de julio fueron muertos les debemos doble ofrenda de lágrimas y flores, y también le debemos nuestro puñado de tierra. Y ese tipo de deuda, para tranquilidad de todos, tiene que ser pagada.
El mar como tumba no forma parte de las costumbres de nuestra nación, eso no es parte de nosotros. A nuestros muertos siempre hemos querido que los bese nuestra tierra.
El Remolcador 13 de Marzo, en ese mundo líquido, no es un féretro adecuado. Y mucho menos para los niños cubanos. Esa no puede ser su morada definitiva. Habrá que traerlos de retorno. La muerte injusta de esos niños no debe ser su desaparición
definitiva, sino un puente a la inmortalidad. Es decir, un puente que llegue al corazón de todos nosotros.
El hundimiento del Remolcador 13 de Marzo no es un hecho lejano en el tiempo o en la distancia. Ocurrió a poquísimas millas del Malecón habanero y hace sólo seis años. Pero además, es un hecho que en la Historia de Cuba solamente es comparable con el
fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, en 1871.
A esos estudiantes, de alguna forma, siempre los recordamos. A los niños del Remolcador 13 de Marzo estamos obligados -es un mandato en favor de nosotros mismos- a rendirles permanente tributo aunque, de momento, no estén cobijados por nuestra tierra ni arrullados por la bandera
nuestra.
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