CUBANET... INTERNACIONAL

Agosto 9, 2000



Relato

El peor verano de mi vida

La soledad del verano en Cuba

Zoe Valdés. El Mundo. Viernes, 4 de agosto de 2000 El Mundo.

Estaba cayendo candela, se podía respirar un vaho carbonizado. El verano del año 1994 fue el más endiablado de todos. Aunque Emiliana y yo sólo conocíamos pura canícula a pulso. Nada de tiritar de frío como en las películas, ni mucho menos hojas doradas de otoño cayendo en ralentí de los árboles, ni de vivos colores primaverales. Sólo la vegetación chamuscada el año entero. Desde una maldita tarde fogosa de agosto en que ella nació hasta aquél de sus 24 años apenas había experimentado variación; calor o calor intenso. El día en que Emiliana vio la luz del mundo por primera vez casi se queda ciega, el sol rajaba las piedras y achicharraba las córneas; en cada pujo su madre perdió mucho más sudor que sangre y lágrimas.

Me comentó que los meses llevaban nombre por gusto, pues siempre había escuchado exclamaciones similares a: ¡Parece como si estuviéramos en agosto, qué calor, madre santa, en pleno febrero! ¡Qué mes de enero tan pegajoso! ¿Quién ha dicho que en diciembre toca el invierno? ¡El asfalto se ablanda con estos calores! Mejor hacer del año un mes de 365 días y punto. Agosto. Emiliana había pasado su estúpida existencia sudando y sedienta. Aquel verano su novio decidió pelearse con ella y largarse a Suecia. Mejor, se dijo ella, así no se veía obligada a soportar sus sobacos grajientos ni el aliento quemándole la nariz con vahos que evocaban oleadas de arenas del Sáhara. Además, su mejor amiga había seguido el camino de sus padres y hermanos. Fabricaron una embarcación con dos latones de basura, cuatro vigas del techo, cuatro gomas de rastra; las velas eran dos sábanas floreadas y podridas. Según las listas de nombres que daban en la radio americana como sobrevivientes y desaparecidos, ellos -navegando con suerte- sólo habían podido carenar en una isla menos neurótica y estropeada de la que salieron, o en las tripas de los tiburones. Igual les sucedía lo que a Geppetto el de Pinocho, quien se salvó gracias a un estornudo de la ballena. Emiliana se sintió desolada sentada en el Muro de Santa María del Mar, quiso virarse para alguien con quien poder compartir sus penas, pero no quedaba un alma; la gente contagiada de los virus del verano se tiraba al mar a montones. Miamitis, mieditis, hambritis, dictauritis aguda, diagnosticaban los médicos locales.

No pensó en suicidarse pues eso complicaría aún más las cosas. Si conseguir un sencillo abanico o un pedazo de periódico o de cartón para echarse fresco había sido un calvario, y al final la búsqueda había resultado sin éxito; peor sería armarse de un instrumento para arrancarse la vida.

Por suerte llegué yo a sentarme en el muro, y me tocó un trozo de piedra junto a ella. Digo «me tocó», porque aquí hasta un cacho de banco en un parque está racionado. Hacía una semana que no masticaba ningún alimento, sólo bebía agua con azúcar prieta, desde hacía cuatro años me dolía la cabeza ya que necesitaba espejuelos; para colmo estaba seriamente estreñida, a punto de una obstrucción intestinal, pero yo he sido siempre muy optimista, y sigo un plan de autorreanimación positiva, que consiste en poner al mal tiempo buena cara. Nada más hice saludar con un ¿qué bolá con tu cake? a Emiliana; entonces aprovechando ese chance en que yo bajé la guardia ella se tumbó a moquearme el hombro y me disparó su gorrión como una Pepechá (metralleta bola). Mi estómago roñoso, más vacío que un estadio bajo aguacero, inició su concierto de Bach-tá, letanía más que fuga. Hacía tanto tiempo que no me daba una gripe que no podía ni comerme mis mocos, así que devoré los de la desdichada, quien al menos aún conservaba sensibilidad y podía evacuar llanto y catarro emotivo, al menos la flema entretenía el esófago.

-Si quieres puedo estrangularte y luego echo tu cuerpo al mar; no te inquietes, no soy caníbal-, afirmé relamiéndome.

-Me asusta el excesivo brillo de tus ojos-, murmuró Emiliana.

-No es más que miopía, necesito gafas; ah, y las pupilas demasiado dilatadas... Vayausted a saber con qué basura mezcló el talco el guardia de vigilancia que me lo suministra.

-¿A cambio de qué?- preguntó la ingenua Emiliana.

-Oh, una bobería, a cambio de ir a gritar consignas a la Plaza.

-¿Y por qué no dan comida en lugar de esa basura que puede matarte?

-¿En qué parte está escrito que el verdugo te regala una cabeza adicional para reemplazar la que te corta?

Ese fue el verano peor, quizás porque fue el más largo. Perdimos un remierdal de tiempo embotadas contra el muro. El hambre, la sed y el miedo nos obligó a perder los estribos. De súbito Emiliana empezó a reírse, la carcajada fue montando como merengue a punto de caramelo. Yo también me retorcía de la risa acostada despellejándome la espalda encima del áspero y salitroso cemento.

-Si no fuera por Emiliana/ nos quedaríamos con las ganas,/ de tomar café, de tomar café...

Cantábamos a coro y nos moriríamos de la risa.

-Tu sabes... ay, me duele el estómago de tanto... ay, no puedo... Tú sabías que en otros países... ay, la gente se marcha de vacaciones a esquiar, ji, ji, ji, ja, ja, jo...

Nos despetroncamos de la risa hasta que nos dormimos. Los cadáveres amputados nos despertaron por la madrugada, trozos de cuerpos inflados cubiertos de caracoles y algas batían contra la arena empujados por el oleaje. Emiliana y yo nos reímos por inercia, no supimos qué otra cosa hacer.

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