LA HABANA, Cuba. -¿Qué esperan los cubanos que viven en la isla para el 2015? ¿Cuáles son los proyectos personales que emprenderán en el nuevo año? ¿Advierten cambios en la política del gobierno que los beneficie directamente y los conduzca a ese “socialismo próspero” tantas veces prometido o se preparan para nuevas y largas jornadas de resignación e inmovilidad social? Estas son algunas opiniones.
Guillermo, joven santiaguero de 28 años, lleva más de tres años recorriendo el Malecón habanero, de un extremo a otro, todos los días, para poder vender las chucherías que lo ayudan a sostener su humilde hogar, a expensas de que lo detengan por su estatus de ilegal y lo deporten a su provincia de origen. Por eso no lo piensa mucho para responder lo que espera: “Que se acabe lo del permiso para poder vivir en La Habana. Ya es hora de que nos dejen de tratar como si no fuéramos cubanos. Es como si uno fuera un delincuente solo por ser de otra provincia. Que cada cual elija dónde vivir y trabajar. Nos piden el carnet todo el tiempo, nos llevan esposados como si fuésemos ladrones. Eso tiene que acabarse o de lo contrario que hagan algo para que la gente no tenga que venir para La Habana. […] Si me mandan para Santiago, tengo que regresar como sea, tengo que mantener a mi hija”.
Porque también residió en La Habana de manera ilegal durante muchos años, Amaray comparte el mismo deseo de Guillermo, aunque, como es mujer le fue más fácil pasar inadvertida y no sufrió el mismo acoso por parte de la policía. Por eso nos dice que: “a no ser que me encontraran con un turista, no pasaba nada”. Amaray acude todos los días a sentarse en el muro del Malecón. Ella confía en encontrar pronto a quien la saque del país: “Eso es lo que espero para este año y sé que lo voy a encontrar [se ríe]. Yo no soy jinetera ni nada de eso pero no me gustan los cubanos. No estoy para pasar más trabajo que el que he pasado ni tampoco pienso parir aquí. ¡Solavaya! ¿Traer más gente para pasar lo que he pasado yo? Si no es con un extranjero, no me caso. […] Aquí no hay nada que celebrar ni deseo que pedir que no sea irse porque esto no va a mejorar, hay que quitarse eso de la cabeza y ser feliz”.
Desde temprano en la mañana hasta bien entrada la madrugada, María Julia comienza a trabajar. Dice que no le va muy bien con su humilde negocio y reconoce que termina fatigada porque debe recorrer largas distancias para vender las flores y muñecos de peluche que carga en un cesto. Sentada en un portal, reponiéndose del cansancio, nos dice: “¿Celebrar? Tengo que salir a vender porque estos días se hace un poco más, pero no creas que es mucho. Lo hago más o menos para sobrevivir porque esto me lo dan a mí a vender y gano por lo que vendo. Pero reconozco que es mucho más que lo que ganaba antes en mi trabajo […]. ¿Qué espero del 2015? No sé, yo no creo en eso. Todos los años son iguales y ya yo estoy cansada. […] Cuando era niña en mi casa se esperaba el año comiendo y matábamos puercos […] pero ya ni me acuerdo de esas cosas. Aquí no hay entusiasmo y todas las tiendas están vacías. Un turrón te cuesta el ojo de una cara y una cabeza de ajo ya casi cuesta lo mismo que la libra de puerco. Ahora la mayoría se acuesta a dormir y no pasa nada. Es que han sido muchos años de aburrimiento y, además, no hay dinero para celebrar. Es mejor cerrar los ojos y no ver”.
Un sentimiento similar se puede advertir en algunos jóvenes que, a pesar de la alegría propia de la edad, reconocen lo reducido que es el espectro de realización de sueños y deseos. Marcos y Leidis, una pareja de estudiantes universitarios, aceptan que no disponen de muchas opciones y, aunque tratan de no pensar en eso para, como dicen ellos, “no deprimirse”, desean cambios que los favorezcan y que reconozcan que se vive en otra época y con otra mentalidad.
“¿Qué más vamos a hacer? Lo mejor es esto, comprar una botella los fines de semana y venir a sentarse aquí [Malecón]. No hay más nada”, nos dice Marcos y más adelante comenta: “uno viene, se sienta tranquilito y cuando pasa el rato te parece que estás más cerquita de la otra orilla [se ríe] pero cuando te das la vuelta, chocas de nuevo con lo mismo”. Por su parte, Leidis, en un momento de la conversación sobre el posible levantamiento del embargo para el año 2015, nos dice: “Yo no estoy ni a favor ni en contra de nada sino todo lo contrario [se ríe de la broma] pero sí me gustaría que las cosas cambiaran, que mejoraran, que dejen de ver al enemigo en todas partes. […] Pero el problema no está en si quitan el ‘bloqueo’ o no, eso es un cuento. Hay que preguntarle a la gente si de verdad quieren seguir sacrificándose porque aquí para que las cosas mejoren tendrían que empezar de cero y la gente ya no quiere seguir esperando. Ojalá que todo cambie en el 2015, ya es hora”.
Aunque solo tiene 20 años, la cruda realidad que ha vivido desde que llegó a La Habana a los 17 le enseñó al joven Luiber que, según sus propias palabras, “hay que poner los pies en la tierra”. Cansado de la miseria que padeció durante su infancia en Manzanillo, en la zona oriental de la isla, un día decidió abandonar los estudios y probar suerte en la capital donde, sin ningún tipo de sonrojo, reconoce que vive de prostituirse y que comenzó siendo aún menor de edad:
“Es mejor no hacerse muchas ilusiones porque esto no lo va a cambiar nadie. Aquí cada cual cuida su pedacito. Uno tiene que saber hasta dónde puede llegar y nada más. Un día me va bien; otro me va mal pero así es todo. La semana pasada un canadiense me dejó 100 dólares, con eso pagué el alquiler y le mandé dinero a la pura [la madre], también me compré este pantalón. Hoy no he hecho nada pero ya aparecerá algo, no hay que apurarse. […] Cuando llegué a La Habana fue que yo supe qué cosa era ponerme un calzoncillo. Yo jamás me había puesto uno. Los que ahora usa el puro son los que a mí ya se me van quedando pero él tampoco usaba calzoncillos ni chancletas. Ni sabía lo que era un perfume. Allá no es tan fácil. […] ¿Para qué voy a ir a Manzanillo? El 31 lo voy a pasar aquí, tengo que hacer dinero y estos son los mejores días para luchar. […] Si algún día se me da, lo que quiero es irme para el Yuma [Estados Unidos]. Ahora en febrero viene un mexicano que quiere llevarme. […] Es un viejo pero eso no importa. Cuando él vino el año pasado lo traté bien y ya me llamó que quiere venir y verme. Si se da, bien, si no, ya vendrá otra cosa pero no voy a regresar a Granma. […] Hay que poner los pies en la tierra. Todo siempre va a estar igual. La gente está acostumbrada a pasar trabajo”.
Yudiel dejó los estudios a los 15 años para ponerse a trabajar cuando el padre falleció en un accidente. Después tuvo que pasar el servicio militar obligatorio y ahora trabaja como ayudante en un taller de mecánica particular y además cría cerdos que después vende. Con los dos trabajos espera ganar lo suficiente como para abandonar el país:
“Me voy para donde sea. Para dónde primero aparezca. Para Burundi, Haití, lo que sea [se ríe]. Ese es mi deseo para el 2015 y para el 2016 y el 2030. Esto cada vez se va a poner más malo. Aquí no se me ha perdido nada y ni quiero saber de nadie. Después veré cómo saco a la vieja o le mando dinero pero aquí no vuelvo ni muerto”.
“Aquí la gente pide un trabajo donde puedan robar o un pasaje de avión. Andan como locos tratando de hacer dinero para irse”, nos dice Georgina, una señora que vive de echar las cartas en un parque de La Habana: “los médicos no quieren trabajar aquí, para el pueblo, solo quieren salir de misión porque ganan más y los policías rezan por que haya bastante jineteras para rapiñarles 5 pesos por hacerse los de la vista gorda. El gobierno quiere que la gente se sacrifique pero ellos allá arriba cada vez están más gorditos y rosados por lo bien que viven. Así no se puede”.
Aunque en los hogares y en algunos comercios particulares algunos intentan evocar el espíritu navideño, hay una atmósfera de desaliento y duda que ensombrece las celebraciones de un pueblo al que solo le está permitido dar gracias por la fortuna de ser y continuar siendo sobreviviente.