Foto-galería de Ernesto Pérez Chang
LA HABANA, Cuba. -En la Avenida del Puerto, en La Habana, hay un tramo de acera de unos cien metros de largo donde está prohibido detenerse. Después que uno pasa el edificio de la aduana, buscando los embarcaderos de las viejas lanchas que enlazan la Habana Vieja con los poblados de Casablanca y Regla, los policías te advierten a gritos que, si no vas a abordar, debes pasar de largo o cruzar a la acera de enfrente. Si te vieran sacar una cámara fotográfica, de inmediato te reprenden y hasta amenazan con decomisar el aparato.
Si el transeúnte decidiera tomar alguna de las pequeñas e inseguras naves, entonces deberá someterse a un proceso de requisa y a una sarta de advertencias sobre lo que no se puede hacer ni en la zona de espera ni dentro de las barcazas, bajo pena de una severa sanción. Está prohibido tomar fotos, usar los celulares, incluso sentarse, ya que han sido retirados los asientos de las lanchas y de los embarcaderos donde la espera se realiza en una fila, en medio de una pasarela bordeada por toscas barras de acero.
Lo más ridículo de la situación es que los puntos que enlaza el tradicional trasbordador no pertenecen a una zona de conflicto militar, ni son territorios extranjeros. Los destinos de esos viajes (Regla y Casablanca) se encuentran a menos de un kilómetro del lugar, incluso es un viaje que pudiera hacerse a nado (de estar limpia el agua) o por tierra, bordeando la bahía.
Segregación en el aeropuerto
Una situación similar a la anterior, incluso más repudiable, acontece por estos días en el Aeropuerto José Martí. Cualquiera que visite las terminales 2 y 3, para despedir a un familiar o amigo, deberá permanecer en las áreas exteriores de los edificios, expuesto al calor o a la lluvia de estos meses.
Bajo el pretexto de que las instalaciones no tienen capacidad para atender tantos visitantes, las autoridades del Instituto de Aeronáutica Civil y la administración del aeropuerto prohibieron los accesos al interior de los edificios y han desplegado un cordón de seguridad para evitar disturbios, debido a la inconformidad de las personas.
Policías y personal de civil, constantemente recorren las áreas de parqueo y las puertas de salida para prever y controlar cualquier manifestación de rechazo a la ordenanza, que ha provocado quejas como la que, hace unos días, circulara por los correos electrónicos y algunas redes sociales el cineasta cubano Juan Carlos Tabío.
Mujeres, niños y ancianos tumbados en el césped o en las aceras; rostros pegados a los cristales de la terminal para poder ver a los familiares que se marchan; multitudes discutiendo con quienes les impiden el acceso; familias escuchando las tontas explicaciones de empleados irrespetuosos que solo saben vociferar que se aparten de las pasarelas y que abran paso a los que entran y salen: son escenas que se repiten a toda hora en el José Martí.
Aunque algunos funcionarios han declarado a la prensa que tal segregación es una medida transitoria, el anunciado proyecto de construcción de una sala de espera exterior para familiares, aledaña a los estacionamientos, deja claro que la medida sí es en verdad permanente y no una cuestión de capacidad del aeropuerto. Es, sin dudas, una estrategia de contención contra posibles actos muy similares a los que provocaron las crisis del verano de 1994, cuando la situación se tornó muy tensa por la ola de secuestros de embarcaciones y aeronaves por parte de ciudadanos desesperados que buscaban escapar de la isla.
El actual escenario económico y político de Cuba se torna cada vez más delicado, mientras el abismo de pobreza se profundiza. No es de extrañar que las autoridades cubanas el surgimiento de actos similares a los de hace exactamente veinte años.
La reciente eliminación de las restricciones para salir del país solo beneficia a aquella parte de la población capaz de gestionar una visa y pagarse un viaje al exterior. En ese grupo, reducidísimo, se hallan solo aquellos que reciben ayudas económicas desde el extranjero o que cuentan con una entrada de dinero no proveniente de los bajísimos salarios que pagan las instituciones estatales.
El resto de la población, trabajadores con escaso poder adquisitivo, sabe que jamás podrá abandonar el país por medio de un proceso legal. En consecuencia, algunos audaces mantienen una constante exploración de las pocas vías de escape alternativas y, por tanto, ilegales; de ahí que las puertas de la isla, aunque a algunos ciegos les parezcan abiertas de par en par, en realidad cada vez son más vigiladas y resguardadas con la minuciosidad de los fieles carceleros.