LA HABANA, Cuba -Son nuestros juglares de hoy. Aunque vivan en el siglo XXI, representan al viejo y apuntalado Socialismo Castrista. Se parecen a aquellos artistas ambulantes que se vieron por primera vez en la Europa medieval, alegrando plazas y lugares públicos para ganarse la vida.
Se ven por La Habana Vieja. Sobre todo entre turistas extranjeros que los miran, es evidente, con una mezcla de curiosidad y compasión.
Cantan, bailan, exhiben sus coloridas indumentarias, aceptan un trago de ron y cualquier moneda de las dos que circulan en la Isla. Algunos, por qué no, son un poco hasta poetas, o venden golosinas hechas en casa.
Surgieron, es la verdad, con el todavía actual Período Especial en Tiempos de Paz, decretado por Fidel Castro cuando se desplomó el Muro de Berlín, Gorbachov hizo una llamada telefónica al viejo opositor ruso Andrei Sajarov y las cabezas de las estatuas de Lenin rodaron por el piso a martillazo limpio.
Pero proliferaron cuando se implantó en Cuba la doble moneda, cuando el peso cubano de los salarios no servía para comprar en las tiendas mejor abastecidas. Fue entonces que un sinnúmero de cubanos se convirtieron en juglares o, mejor dicho, cuando descubrieron que con sus escasas dotes artísticas podían comer caliente antes de dormir.
Algunos los llaman pícaros, porque carecen de un verdadero talento. Para otros están perdonados. A la legua se ve que son gente muy humilde, gente de a pie por todos los costados e incapaces de buscarse la vida como lanzadores de cuchillos, como equilibristas de tejados, domadores de animales o simplemente como auténticos trovadores.
Cantan como pueden, bailan como lo ven hacer en casa, carecen de repertorio y ni siquiera pueden imitar a un famoso de la TV. Mucho menos cuentan historias de héroes como Alejandro Magno, El Cid, o Fidel Castro, porque no se las saben.
Como realizan un arte pagano, jamás han sido invitados al mundo político de la gran corte para recreo de generales y reyes. Ni en las afueras de las grandes residencias de la clase desaparecida, hoy de la nueva clase, han podido poner sus pies, casi desnudos.
Se ajustan y conforman con su realidad por las viejas calles de La Habana y la escenifican lo mejor que pueden, libres e independientes, en una zona paternalista, controlada por el Historiador de la Ciudad.
En la juglaresca habanera puede haber de todo: desde una anciana con turbante y nariz aguileña que vende por un dólar la mejor de sus sonrisas más amables, la que carga con altar, santa y todo lo que puede, hasta aquel que se pasea en su bicicleta con sus dos cachorros, bien abrigados por el frío de este frío diciembre.