LA HABANA, Cuba. – Hace unos años, el sociólogo norteamericano George Ritzer adoptó la perspectiva de “la macdonaldización de la sociedad”. Dentro de ella y teniendo en cuenta los parques Disney, acuñó el término “McDisneyzación del turismo”.
Sería interesante conocer la opinión de Ritzer sobre el gran parque temático en que se ha convertido Cuba. O los varios sub-parques en que se divide, según los intereses del visitante.
Para el turismo ideológico, Cuba sigue siendo la meca de la izquierda mundial, ahora más que ayer, antes de que las reformas proto-capitalistas –llámenlas Lineamientos, actualización del modelo económico o como las llamen- la desmonten en piezas y las subasten.
Entonces, se apresuran a hacer la peregrinación antes de que se agote el relato revolucionario, dejen de rodar los almendrones, se acaben de derrumbar los viejos edificios y las jineteras y los pingueros adecúen sus tarifas a las de Bangkok o Amsterdam.
De la utopía revolucionaria, solo queda lo que el turista de antemano planificó ver, y eso es exactamente lo que le muestran los cicerones. Los turistas no gustan de sorpresas desagradables o contratiempos. Antes que con gente impredecible que les pueda amargar la jornada con el recuento de sus cuitas, prefieren conversar con personas alegres, serviciales y bailadores de salsa, como se espera que sean, aunque se pongan algo impertinentes con la propina.
Si se supone que aquí la revolución no abandona a nadie a su mala suerte, en vez de ciertos locos y pordioseros que deambulan por las calles, los turistas prefieren retratar –por el parecido con el Comandante- a esos ancianos de barba larga, camisa verde olivo, gorra miliciana, y licencia de figurantes concedida por el Historiador de la Ciudad.
La Habana para vender de Eusebio Leal es como un grabado de Landaluze. Un tinglado para recaudar divisa. Folklore de postal turística. Mezquita y catedral ortodoxa sin feligreses. Un cementerio-jardín para ricos, con tierra de colores y a la sombra de un convento. Cartománticas negras con batas decimonónicas y pañuelos de bayajá.
Una Habana virtual, sepia, technicolor o verde olivo: de la billetera y el gusto particular de cada cual depende cómo colorearla.
Puros Cohiba, mojitos y Cuba Libre sin Coca-Cola. Artesanías, boinas guerrilleras, carteles y camisetas con el rostro ferozmente soñador de Che Guevara. Pseudo-arte posmoderno y casi poscastrista, solo lo suficiente para que se venda bien. Salsa y son. Muchachas y muchachos que se alquilan; sexies, bronceados, saludables, instruidos y a precios de ganga.
Una pintoresca estafa a sólo metros de La Habana profunda, la real. La que habla a gritos y palabrotas por no reventar de rabia. La ciudad que además del olor a ron y lechón asado de los restaurantes en divisa, apesta a aguas albañales, sudor, fritanga, café mezclado sabe Dios con qué, arrecife sucio y basura sin recoger.
En medio del torneo habanero por las migajas del turismo, deambulan extranjeros sonrosados y risueños, como si pasearan por el mejor de los mundos. Ese otro que dicen que es posible y que parecen ver corporeizado en Cuba, donde sólo les molesta el calor.
Deambulan entre columnas, rejas, establecimientos con precios del Primer Mundo, y edificios en ruinas. Por doquier, policías con boinas negras o grises, seño adusto, bastones de goma, y perros sin bozal, cuidan el orden. Si exageran el celo en la tarea, no importa. Son los guardianes del parque, que no se olvide, también es una plaza sitiada por los yanquis, lo cual explica cualquier inconveniente.