PUERTO PADRE, Cuba.-Dentro de la escasez sistémica y el encarecimiento de la vida diaria, la pasada semana estuvo marcada por vacíos en los abastecimientos. Y aunque falta cemento, acero y desodorantes, muy particularmente se sienten los comestibles.
Más que el pan de la cartilla de racionamiento que ha faltado algún que otro día, los estómagos claman por la “media noche”, el panecillo de un peso que podía adquirirse liberado, junto al pan racionado, pero que ahora no producen por falta de harina.
Para muchos sin poder adquisitivo, poco importó que durante varios días faltara el pollo en las Tiendas Recaudadoras de Divisas (TRD). Pero sí importó, y bastante, cuando esta semana, tras permanecer en largas colas en las carnicerías, la ración de “pollo por pescado” no dio abasto, con todo y ser un producto racionado, debiendo contentarse la gente con ingresar en una lista, para cuando se produzca una segunda vuelta, que a ciencia cierta nadie sabe cuando se producirá. “Esto es más de lo mismo, cuando no es Juana, es la hermana”, dijo malhumorado uno de los que no alcanzó su cuota de “pollo por pescado”.
Como es sabido, aunque Cuba está rodeada de mar, en esta isla el pescado es un producto escaso y caro, que a la hora de suministrarlo por la cartilla de racionamiento, el gobierno lo sustituye por unas pocas onzas de pollo importado, el que en muchas ocasiones, por factores de corrupción o de mala administración, no alcanza para todos los consumidores de determinadas localidades, incrementando el descontento de la población por… “faltantes”.
En dependencia de la persona de quien usted lo adquiera, de la época del año, del lugar, de la calidad del producto, y de la especie de que se trate, en Puerto Padre una libra de pescado u otro producto marino puede costar entre quince y cuarenta pesos.
Pero si los productos cárnicos aquí resultan escasos y caros, con todo y ya estar bien adelantado el tercer lustro del siglo veintiuno, no menos sucede con los vegetales, que desde fecha tan temprana como la década del cincuenta del siglo pasado, en el caso del arroz, aportaba el 24% a la dieta del cubano, mientras los frijoles incluían el 23%, según datos de la época del Instituto Nacional de Reforma Económica.
“Se me olvida la última vez que comí frijoles colorados”
En una encuesta de la Agrupación Católica Universitaria, realizada entre la población rural cubana en el año 1957, dado a que sólo el 4% de los entrevistados mencionó la carne como integrante de su ración habitual, el 11,22% la leche, solamente el 1% admitió consumirl el pescado, y tan sólo 2,12% de los encuestados reconoció consumir huevos. Los investigadores se preguntaron: “¿Cómo subsiste el campesino con tan deficiente aporte de carnes, leche, huevos y pescados?”
La incógnita la revelaron los mismos encuestadores de la Agrupación Católica Universitaria en su informe: “Existe un hecho providencial y salvador: el frijol, elemento básico de la dieta campesina, es por excepción, un vegetal muy rico en proteínas. En otros países donde el maíz representa el papel de los frijoles en Cuba, las enfermedades carenciales son más frecuentes. Podemos asegurar, sin temor a error, que el campesino cubano no sufre más enfermedades carenciales gracias a los frijoles”.
“¿Hecho providencial y salvador los frijoles? ¡Eso sería en aquella época, cuando en Cuba los frijoles eran comida de pobres!”, exclamó un doctor, que a condición de no revelar su nombre en la prensa, explicó a este corresponsal cómo la población local, aunque en todos los casos precisamente no está subalimentada, mayoritariamente si se encuentra mal nutrida por una dieta en algunos casos insuficiente y en otros desbalanceada.
En el cuenco de las manos sobra espacio para situar los frijoles que, por la cartilla de racionamiento, puede comprar el consumidor para todo un mes, que, acaso, basten para un potaje o dos o tres arroces con frijoles; el resto, gente que trabajó toda su vida y obtuvo una muy menguada jubilación bajo planificación socialista, debe comprarlos a precio de mercado. “A mí se me olvidó la última vez que comí un potaje de frijoles colorados”, confesó un electricista jubilado.
Hoy, en Puerto Padre, una libra de frijoles colorados cuesta quince pesos; también quince cuestan los frijoles blancos y los garbanzos, y entre diez y doce los frijoles negros; una libra de arroz vale cinco pesos, un peso una cabeza de ajo pequeña, poco más de un peso una cebolla mediana, cinco pesos un pozuelo de ajíes y entre tres y siete pesos la libra de tomates. La carne de cerdo cuesta veinticinco pesos la libra.
Aquel humilde arroz con frijoles que libraba de enfermedades carenciales a nuestros pobrísimos campesinos, cuesta hoy unos cuarenta pesos si a la mesa se sientan dos ancianos, dos niños y la mujer y el hombre de la casa, algo así como la familia de hoy; seis bocas, aunque con más viejos y menos niños, la misma cifra que la de la familia rural de hasta los años cincuenta.
Quizás sea ésta la razón de por qué niños bajos de pesos y de talla, o por qué tan frecuentemente, las consultas y salas de policlínicos y hospitales permanecen atestadas. Y no son carencias más o menos de las últimas semanas, como la que acaba de transcurrir, sino del último medio siglo, donde, por decreto, en Cuba la carne pasó a ser comida de elegidos, mientras las circunstancias sociopolíticas hicieron que los frijoles dejaran de ser comida de pobres, haciendo de los cubanos sino más indigentes, quizás sí peor nutridos que nuestros ancestros, los aborígenes.