Foto-galería de José Hugo Fernández
LA HABANA, Cuba -En una misma calle, dentro del reducido espacio de un bache o de un adoquín, este verano La Habana puede oler por igual a daiquirí o a grajo, a Meliá Cohíba o a barracón de esclavos, a represión o a reforma, a escombro y a modorra, a producto Suchel o a eructo alcohólico, a paciencia o derrota, a champú de jinetera o a tubería reventada, a Pain de París o a pedo de chícharo dentro de un camello hasta el tope, a oración o herejía, a fe o fingimiento, a templo o timbiriche, a gala solemne o a violencia y obscenidad reguetoneras, a sábana tendida en los balcones.
Todo depende del sitio hacia o desde el cual enfoquemos el olfato. También de nuestra predisposición personal. Mientras los excelsos de la izquierda-bistec se tapan la nariz para seguir diciendo que La Habana conserva aquella fragancia marinera y aquel aroma dulce que aspiró la condesa de Merlin al desembarcar en la bahía, hace unos doscientos años, a los habaneros de a pie nos amenaza, nos asedia, nos invade desde las cuatro esquinas un tufo a cosa vieja, muy parecido al de la urna cineraria.
Entre la muy distintiva atmósfera de las tiendas estatales en moneda nacional (particularmente las que venden ropas de uso, que hieden a caránganos y a chinches), y la llamada Casa del Perfume, de Mercaderes y Teniente Rey, en La Habana Vieja, donde ametrallan a los turistas con esencias chillonas, buenas sobre todo para revolver las alergias y reventar los bronquios, hay disparidades aparentes que al final se pisan la cola a través de una base común: el olor a involución, a decadencia, a menesterosidad.
Ya dejamos dicho que aquí, al igual que en cualquier otra ciudad del planeta, pueden ser percibidos tantos olores diferentes como narices haya. Pero algo nos distingue, nos hace únicos en este verano, y es que todos nuestros olores se resumen en dos: uno virtual, que proviene no del objeto olfateado sino de las restrictivas feromonas del que huele, y otro olor concreto, que engloba y representa en múltiples variantes la peste a peligro.
Desde los correctos modales hasta la sofocada repulsa, como desde el olor a flores de altar hasta el de las croquetas y bollos refritos con manteca rancia, todo entre nosotros parece despedir el hálito fatal del desamparo.
Y este verano, para colmo, ha pasado por aquí el pequeño zar Vladímir Putin, reactivándonos pavorosos olores que ya creíamos haber borrado del mapa.
Mientras en el Barrio Chino el olor a fracaso adultera el del arroz frito, y en Miramar el olor a ganancia resulta cada vez más contaminado por el de la consigna “sin prisa y sin pausa”, en los predios de la gente pobre, que es casi toda la ciudad, habaneros y recién llegados de las provincias “del interior” (en avalancha interminable) desandan las calles con rostros sudorientos, oliendo a cansancio y a crispación; en tanto buscan lo que no encuentran, sean víveres a precios de bolsillo, sean productos u otros enseres imprescindibles para el hogar, o sea simplemente un vaso de agua fría.
Luego, regresarán a guarecerse en cuarterías laberínticas o en edificios en ruinas, entre paredes oscuras, descascaradas, que hieden a orina, a suciedad, a pudrición, a desesperanza, a vicio y a peligro, sobre todo a peligro.
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Su blog en: El vagón amarillo