SONORA, México.- Hace ya cinco años, Hermosillo, la capital del estado de Sonora, en México, vivió una de las más cruentas pesadillas que puedan concebirse: 49 niños fallecieron, y otras decenas quedaron con secuelas graves de por vida, a raíz de un incendio en la guardería ABC, al sur de la ciudad. Los culpables, por flagrantes delitos de omisión y corruptela, todavía no han sido castigados. Protegidos por sus altos contactos entre las autoridades, los responsables del accidente hasta hoy se pasean libres, sin cargos ni peligro inminente de ser encauzados.
Para un exiliado cubano residente en esta ciudad del noroeste mexicano, la trágica experiencia no hizo sino devolver imágenes pasadas de genocidio infantil y similar impunidad para los perpetradores, con muy análogas gradaciones de impotencia ante la arbitrariedad y el despotismo de aquellos que siempre se las arreglan para salir libres de polvo y paja.
Veinte años atrás, 41 cubanos, entre ellos 10 niños, eran masacrados a la salida de la bahía de La Habana por fuerzas oficialistas. Los criminales directos en el mar, tanto como aquellos que ordenaron la ejecución del acto barbárico desde tierra firme, todavía hoy permanecen libres, protegidos por el poder político y, más aún, orgullosos de haber perpetrado semejante atrocidad.
Las únicas diferencias entre barbarie y barbarie radican acaso en el marco de libre expresión en torno a éstas. México, con su formato democrático, imperfecto y caótico, pero democrático al fin y al cabo, ha visto durante el último lustro un aluvión de manifestaciones cívicas en contra del encubrimiento oficial. Cada año, en torno al 5 de junio, se organizan manifestaciones multitudinarias para repudiar el cinismo gubernamental y reclamar por la debida justicia para el medio centenar de niños que sólo perecieron debido a un oscuro margen de negligencia, legitimado desde las altas esferas del estado. La prensa se hace eco de mítines y declaraciones, y no faltan factores de la oposición que suelen también aprovecharse del sentimiento popular para favorecer sus propias campañas.
En Cuba, por el contrario, ni siquiera se menciona el crimen de 1994. Gracias al monopolio estatal sobre las comunicaciones, mucha gente en la isla sigue creyendo la versión oficial de lo acontecido en aquel fatídico verano. Una fábula los contenta con la historia inverosímil de que una turba de delincuentes secuestró un barco para escapar hacia los Estados Unidos, que las autoridades impidieron el acto punible, y que por accidente, en la confrontación se hundió la nave que transportaba a 68 personas. Todo por culpa del imperialismo.
La realidad, todavía hoy, es poco conocida en el controlado perímetro del archipiélago.
El remolcador, que pertenecía a la Empresa de Servicios Marítimos del Ministerio de Transporte, al igual que sus perseguidores, los barcos Polargo 2, Polargo 3, y Polargo 5, fue acorralado en aguas abiertas, pero aún nacionales. Les permitieron salir de la bahía, para que el espectáculo no fuese visto por los habaneros que transitaban por el Malecón y la avenida del puerto.
El Polargo 3 embistió al remolcador 13 de marzo por detrás, partiéndole la popa, mientras Polargo 2 y Polargo 5 bloqueaban los laterales y lanzaban agua en chorros a presión.
De nada valieron los gritos de mujeres y niños. Un bebé se resbaló de los brazos de su mamá, mientras otros se hundían tratando de aferrarse a una nevera. Las lanchas guardafronteras miraban a prudencial distancia, para no obstaculizar el tono civil del acontecimiento, y tampoco ofrecieron ayuda alguna a los sobrevivientes. Las víctimas fueron empujadas al mar con cañones de agua, abandonados a su suerte junto con los sobrevivientes que fueron rescatados, de puro milagro, por un barco griego que pasaba cerca de allí, en la oscura madrugada del Caribe.
Luego de veinte años, los cuerpos de las víctimas permanecen bajo el agua, por negativa expresa del gobierno a recuperarlos. Los culpables materiales, en su momento, fueron catalogados de “leales patriotas” que cumplían con su sagrado deber. El alto mando de la “revolución”, por su parte, esconde como puede su responsabilidad directa, es decir, la orden de hundir al remolcador que, de ninguna manera, pudo haber sido dada desde instancias menores.
Prueba de ello es que un hecho similar, en 1980, en el auge de la embajada del Perú y Mariel, fue ejecutado en contra del Río Canímar, en Matanzas, donde sí las autoridades ametrallaron directamente a quienes escapaban, con lanchas torpederas y hasta con un avión, asesinando a más de cuarenta personas. De los once cadáveres que se rescataron en aquella ocasión, cuatro eran menores. Otros muchos ni siquiera pudieron ser contabilizados.
Niños mueren en Hermosillo como niños murieron en La Habana. Los poderosos se las arreglan para salir limpios de culpa – “durmiendo como bebé”, al decir del entonces gobernador de Sonora, Eduardo Bours – y prosiguen tranquilamente su paseo por la vida. Duermen como bebés también los generales y el comandante que ordenó masacrar a las familias en el remolcador 13 de Marzo.
Aún sin intención criminal, un grupo de poderosos mexicanos fue responsable por la muerte, en 2009, de 49 niños y el dolor permanente de tantos otros. La sociedad mexicana sigue reclamando el castigo a los culpables. Sean o no escuchados, al menos tienen la prerrogativa de demandar, de exigir justicia. La dictadura cubana ni siquiera permite que la verdad se conozca, mucho menos se cuestione, aun cuando la intención criminal, más allá de la irresponsabilidad, quedase expuesta sin lugar a dudas razonables.
Los ciudadanos hermosillenses, en aquel triste 5 de junio y semanas subsiguientes, demostraron ser una sociedad solidaria y altruista. A espaldas de cualquier sector político, y sin convocación alguna, se movilizaron en masa para ayudar en el salvamento de los niños, y en el posterior avituallamiento de los familiares en el hospital. Muchas cruces de madera permanecen hoy día delante de la sede del gobierno estatal, recordando al actual gobernador que, después de cinco años, todavía no ha hecho nada por reivindicar la memoria de las infantiles víctimas.
Los conciudadanos de las víctimas habaneras siguen ignorando, a gran escala, los detalles de lo ocurrido aquel 13 de julio de 1994; ajenos, por obra y gracia del poder absoluto, a una de las más axiomáticas muestras de crueldad cometidas por la dictadura cubana, en el más reciente medio siglo.
No hay cruces, ni las habrá, delante del Consejo de Estado o de la sede del partido comunista, en La Habana.