MADRID, España, marzo -Vaya esto por delante, que ni son todos ni son pocos los que llegan a Cuba proclamando su condición de cubanoamericanos, un linaje de vanas resonancias.
En Estados Unidos, que es un país de emigrantes, no es infrecuente que se opte por la doble nacionalidad que consustancia en un individuo su etnia de origen y su país de destino, así pues es frecuente leer y escuchar la voz afroamericanos, indoamericanos o incluso chinoamericanos en contraposición a las voces nicamericanos, panamericanos o nipoamericano, por sólo citar tres ejemplos imposibles.
Por tanto, que llegar a Cuba y hacerse llamar cubanoamericano es, en el mejor de los casos, una soberana ridiculez. En primer lugar, porque en la isla no es costumbre esta formulación, y en segundo lugar porque aquí, guste a quien guste y disguste a quien no le agrade, todos somos sólo cubanos, y la pretensión de ser algo más en este sentido arremete contra nuestra natural manera de ser lo que somos en un país en el que, por otra parte, sólo se reconoce la nacionalidad cubana, la que comparten quienes en fila han de pasar por la báscula de la aduana antes de ingresar al territorio en que nacieron.
En uno de esos bares que insólitamente encontramos en las gasolineras de La Habana -como para que entre reposte y reposte nos tomemos unas cervezas- asistí al espectáculo de un antiguo vecino del Cerro montar en cólera con la cajera y proclamar que eso no se le podía hacer a él, “no, ¿me entiende?, ¡yo soy cubanoamericano!”. Y en ese instante me acordé de Álvarez Guedes, en su agudeza para desnudar nuestras ridiculeces. Y hasta le imaginé contando: “Era éste un cubanoamericano en una gasolinera de La Habana…”
¿Sabía usted que las prostitutas de La Habana esquivan a los cubanoamericanos?
Las trabajadoras del sexo en la capital dicen de los cubanoamericanos que pagan mal o no pagan, las drogan y piden cosas raras (y que una prostituta se queje de un cliente por pedir “cosas raras”, muy raras han de ser), y también porque asumen el amor de pago como una inversión que han de rentabilizar, resistiéndose a darse por servidos a contrapelo de su propio placer.
Un comportamiento frecuente en Cuba por parte de estos que, después de todo, no dejan de ser nuestros compatriotas, es llegar al barrio, buscar al amigo de la infancia que no ve desde hace años y convertirlo en su canchanchán o escudero. Y juntos, pagando el cubanoamericano, claro, irán a tomar unas cervezas, a comer en un paladar, a bailar al Diablo Tun Tun; y mientras el regresado discursa sobre sus triunfos, el escudero beberá, comerá y bailará a cuenta del otro. La escena parece sacada de un sainete picaresco español del siglo XVII.
Algunos de estos cubanoamericanos se ganan la vida acarreando maletas de una a otra orilla; pero al parecer eso lo hacen para disimular, pues en realidad no pocos de ellos son brokers amigos de un amigo que tiene un primo casado con una millonaria que quiere montar un negocio en Cuba. Y claro, él es su hombre en La Habana realizando de incógnito un estudio de mercado.
Pero las andanzas de los cubanoamericanos en La Habana aparejan un efecto colateral para el resto de cubanos residentes en Londres, Roma, Madrid o Tombuctú -no importa en qué parte del vasto mundo vivan. A su regreso a la isla les delatarán su vestuario o sus kilos de más, y todos pasaremos a ser por extensión cubanoamericanos, una etiqueta que acuña su residencia en el extranjero y en la que también puede leerse: “cuña del mismo palo”.
Por descontado que el fenómeno de los cubanoamericanos y su comportamiento en la isla sugiere un análisis mucho más detenido del que cabe en este trabajo, aunque tampoco resulte aventurado adelantar en ellos serias carencias de autoestima provocadas por un régimen que nos ha hecho sentir huéspedes de segunda en nuestra propia casa, y que convirtió a estos infelices en meras caricaturas del peor turismo.