LA HABANA, Cuba, enero, 173.203.82.38 -Cuentan que en las reuniones con los intelectuales en la Biblioteca Nacional, en junio de 1961, aunque el Máximo Líder trataba de verse afable y distendido, apenas lo conseguía. Más bien lucía inquieto, como si estuviera rodeado por sabandijas, que no por inofensivas, dejaban de ser molestas.
Por aquellos días, el Comandante tenía asuntos más graves que atender que disciplinar intelectuales. En definitiva, para bajarles los humos y meterlos en cintura, estaban los comisarios estalinistas del PSP. Así que para no demorarse en algo que ya duraba demasiado para su gusto, con la boina, el cinto y la pistola sobre la mesa, el Máximo Líder impuso sin cortapisas las reglas del juego: “Dentro de la revolución todo; contra le revolución, ningún derecho”.
Virgilio Piñera, de tan nervioso, se moría de las ganas de encender un cigarro. Pero no se atrevía a preguntar su habitual “¿puedo fumar, verdad?”, ni aunque viera a Edmundo Desnoes y al mismísimo Comandante en Jefe, que soplaban como chimeneas el humo de sus enormes tabacos. Fue entonces que confesó que tenía mucho miedo. No dijo a qué ni por qué. No hacía falta. En aquella reunión, ya todo había sido dicho.
Al menos, Virgilio Piñera fue sincero. Uno de los pocos que fueron sinceros. Los demás, a muchos de los cuales todavía se les caía la baba por el Jefe, intimidados o desprevenidos de lo que les venía encima, sólo atinaron a aplaudir.
Precisamente por ser tan sincero y siempre pesimista, Virgilio Piñera tenía que sentir miedo. A diferencia de su tocayo romano, no estaba preparado para ser anfitrión de un círculo del infierno. Ni aunque estuviera poblado de efebos y la chamusquina la disfrazaran de pachanga.
Pasaría proscrito sus últimos años, desde el susto de la noche de las 3 P hasta su funeral asediado por la policía política. E irremediablemente maricón (“y a mucha honra”, diría él).
Para evidenciar en qué le convirtieron su vida –si es que podía llamársele así- sólo hay que recordarlo, allá por los años 70, los más oscuros para la cultura, con su paraguas negro en una mano y una jaba hecha de saco de yute en la otra, por si aparecía algo de comer.
Su único consuelo era una o dos veces por semana, bajarse de una guagua de la ruta 68 en La Lira, un poco más allá de La Palma y un poco antes de Mantilla, cruzar la calzada de Managua, atravesar el jardín sombreado por las matas de mango y llegar a la casa
-que fue de Juan Gualberto Gómez- del pintor Johnny Ibáñez.
Fue su último refugio, el único sitio donde se sentía a gusto en medio de tanta adversidad. Por algo llamaban a aquellas tertulias (también vigiladas, no faltaba más), con gatos, natillas e invariablemente noctámbulas, la Ciudad Celeste.
No debe ser grato para Virgilio Piñera enterarse de que los mismos que lo marginaron y lo condenaron al ostracismo, y algunos de sus amigos de ayer que todavía hoy no se atreven a decir las verdades, se aprestan a celebrar este año 2012 el centenario de su nacimiento. Me temo que el homenaje hipócrita lo haría volver a sentir miedo. Y con razón.
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