LA HABANA, Cuba, junio, 173.203.82.38 -Producto de la difícil situación económica imperante, muchos cubanos han comenzado a ejercer oficios para los cuales no están realmente calificados. En general, también se han perdido el sentido del honor y el respeto por la calidad y por el cliente.
Olas de aprendices sin maestro se ofrecen como albañiles, plomeros, jardineros, etc., y sin conocer a derechas estos oficios acometen trabajos que luego pretenden cobrar como profesionales.
Dos de mis vecinas han sufrido experiencias de este tipo. En el patio de una de ellas, Bárbara, se ha destapado una plaga de babosas empeñadas en acabar con sus plantas ornamentales. Bárbara ha buscado en las Tiendas de la Agricultura algún producto para acabar con ellas, pero siempre recibe la misma respuesta negativa. Ha puesto en práctica algunas recomendaciones, pero lo único que le ha dado resultado es cazarlas por las noches.
Un día se le ocurrió hacer unos bancos para encaramar sus matas. Compró las cabillas viejas de un edificio demolido cerca de su casa. Luego, un amigo las cortó y las dejó listas para soldar.
Entonces, habló con un herrero cuentapropista, quien le dijo que saldrían seis bancos, y le cobraría 18 CUC. La mujer calculó que cada banco le salía a 3 CUC, y como le pareció bien, aceptó y le entregó las cabillas. Pero más tarde ese mismo día el hombre regresó a pedirle que le adelantara una parte del dinero, alegando que era para garantizar que no lo dejara “embarcado”, a lo que ella, sin inmutarse, le respondió: “En ese caso, devuélvame las cabillas.”
El hombre se aconsejó, y se fue a cumplir el encargo. Al día siguiente, regresó con cinco bancos, y cuando ella le pagó 15 CUC, él, molesto, le reclamó los tres que faltaban. Entonces ella le respondió: “Usted me pidió 18 CUC por seis banquitos, pero solo me trajo cinco.” El herrero no tuvo más remedio que cobrar y marcharse.
Pero algo peor le sucedió a Cándida con un silloncito que mandó a arreglar. Llevaba bastante tiempo roto, pues Cándida esperaba conocer un buen carpintero para encargarle el trabajo. Un día, finalmente, una vecina le dijo que un ebanista a pocas cuadras de su casa le había arreglado las puertas de un closet y que habían quedado bien. Le dijo, además, que el hombre había pasado una escuela de carpintería, así que Cándida no perdió tiempo y lo buscó enseguida.
Mientras regresaba a su casa, tuvo la certeza de que ese era el carpintero que le arreglaría su silloncito. Al día siguiente, el hombre vino para ajustar el trabajo, y aunque a Cándida le pareció caro -10 CUC- aceptó, pues pensó que valdría la pena por un trabajo bien hecho.
Para hacerle al sillón las dos patas traseras nuevas, Cándida le dio un tablón de caoba. El hombre le pidió la mitad del dinero por adelantado, y ella se los dio, aunque no sin desconfianza.
A los tres días el carpintero se apareció con el sillón. Cuando Cándida vio su mueble tan querido lleno de puntillas –no se le había ocurrido aclararle al falso ebanista que no usara ninguna-, la madera del asiento rajada por una de ellas, las patas de otra madera diferente a la que ella le había dado –y teñidas para simular el color de la caoba- no pudo contenerse y comenzó a reclamarle.
Pero aquel hombre le dijo tranquilamente a la pobre mujer: “Sí, pero así va a tener sillón para rato. Usted se muere y todavía hay sillón.”