LA HABANA, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -Últimamente, a propósito del centenario de Virgilio Piñera, intentan convencernos de que el autor de Electra Garrigó, a pesar de todo, siempre estuvo dentro de la revolución.
Como antes hicieron con Lezama, al citar hasta la saciedad aquel poema del Ángel de la Jiribilla y el anillo en el fondo de la fuente, ahora tratan de sacar partido a ciertas anotaciones halladas en la papelería inédita de Piñera, como en la que expresó: “Elegí sin vacilar la revolución por ser ella mi estado natural”. U otra en que aseguraba: “La revolución me ha dado carta de naturaleza”.
En esos mismos apuntes, destinados a una autobiografía que nunca concluyó, Piñera explica claramente a qué revolución se refiere: la que a su modo, hizo en las letras. Siempre la hizo, desde mucho antes de 1959. Fue intolerante con la cultura de salón, las mediocridades del mundillo literario, la poesía provinciana de los juegos florales, el snobismo, la vida burguesa, el machismo, la moral al uso, pero sobre todo, el ideal de nación que nos hicieron -y nos quisimos- creer.
Una de las obsesiones de la obra de Piñera fue mostrar que las urgencias primarias pesan más que las consignas o los discursos grandilocuentes; que finalmente siempre pensamos más con el cuerpo que con los ideales.
Hay verdades que no son fáciles de escuchar, por muy universales que sean. ¿Se imaginan que un cubano, pretenciosos y machistas como somos, con toda la historia teleológica que nos han inculcado, con tanto Martí, Maceo y Fidel a cuestas, acepte que piensa más con la barriga, los genitales o el culo que con el cerebro? ¡Y que sea un maricón, por muy intelectual que fuese, quien viniera a echárnoslo en cara y a propalarlo a los cuatro vientos!
¿Cómo los comisarios castristas iban a asimilar en la cultura revolucionaria las broncas, bretes y chanchullos -no siempre literarios- de “una loca” que negaba absolutamente todo?
La vida de Virgilio Piñera, desde los tiempos de la revista Espuela de Plata y hasta el casi secuestro por la policía política de su cadáver en una funeraria habanera, fue una guerra de resistencia. El ninguneo de su obra durante la república le sirvió de entrenamiento para resistir el Decenio Gris, cuando los segurosos no le perdían pie ni pisada en su apartamento del Vedado o cuando asistía a las tertulias semiclandestinas –la Ciudad Celeste- de Johnny Ibáñez en Mantilla, en los teatros no ponían sus obras y lo único que le publicaba el Instituto Cubano del Libro eran sus traducciones del francés de poemas de Ho Chi Minh o de escritores africanos.
Ahora insisten en la incómoda e inasimilable marginalidad –que no la marginación que realmente fue- de Piñera como un modo de explicar y justificar el ostracismo a que fue sometido por el régimen revolucionario. Lo que es peor, casi habría que agradecer a ese ostracismo, según el escritor Arturo Arango (La libertad de Virgilio Piñera, La Gaceta de Cuba, julio-agosto 2012), que Piñera haya disfrutado “de uno de los mayores espacios de libertad posible”.
“Ningún homenaje, ninguna celebración, debería normalizar a Piñera, reducir esa libertad”, afirma Arango. Y tiene razón. El propio Piñera estaría de acuerdo. Al ver como los comisarios-buitres y los escribas oficialistas no lo dejan en paz tampoco ahora, seguramente vuelve a sentir miedo.