LA HABANA, Cuba, septiembre, 173.203.82.38 -A ningún practicante del oficio de la escritura deben de resultarle ajenos los nexos existentes entre el periodismo y la literatura. Es muy difícil toparse con un escritor que no haya incursionado alguna vez en el artículo, el reportaje o la entrevista; de igual forma, casi todos los periodistas habrán acariciado en algún momento la idea de concebir un cuento o una poesía.
Sin embargo, se trata de una relación en la que se combinan la afinidad y el desencuentro, ya que, sobre todo desde el punto de vista de los literatos, el trabajo periodístico puede proporcionar ventajas, pero también es muy probable que acarree no pocos contratiempos. Los defensores del primer razonamiento aducen que el periodismo contribuye a desarrollar el poder de síntesis que necesitan muchos escritores para depurar sus obras. En el bando opuesto, los detractores de dicha relación argumentan que la emergencia del periodismo se contrapone a la mesura que precisa una creación de mayor vuelo.
No sería juicioso, empero, descartar el elemento coyuntural en el vínculo entre ambas actividades. Porque si consideramos que, ante todo, el periodismo presupone la comunicación, entonces una literatura igualmente comunicativa proporcionará una conexión mucho más efectiva. Precisamente, eso fue lo que sucedió en Cuba durante la etapa democrático-liberal de la revolución castrista, o sea, con anterioridad a las Palabras a los Intelectuales pronunciadas por el máximo líder en junio de 1961. Era un período de gran efervescencia política, en que casi se alcanzaba el consenso en torno a la obra revolucionaria, y por tanto las autoridades culturales y políticas de la nación pedían una literatura accesible al ciudadano promedio, que lograra transmitir el mensaje de los nuevos tiempos. De ahí que, por ejemplo, el profesor José Antonio Portuondo abogara por una literatura que enfatizara en el contenido de la obra y no perdiera el rumbo con experimentos formales o tácticas evasivas; o el poeta Roberto Fernández Retamar, que demandaba pasar de la poesía metafísica a la poesía de la realidad inmediata o lo conversacional de lo cercano.
En esas circunstancias, lógicamente, se produjo un notable acercamiento de la vanguardia literaria a la labor periodística. Fue un contexto en el que sobresalió el semanario Lunes de Revolución, en cuyas páginas los escritores y demás intelectuales simpatizantes de la joven revolución expresaban sus convicciones al calor de la libertad creativa existente en ese momento. Y no fue casual que uno de los blancos principales del arsenal de esos colaboradores de Lunes de Revolución lo fueran el poeta José Lezama Lima y su equipo de la revista Orígenes, quienes practicaron siempre una literatura poco comunicativa y alejada del acontecer social. En fin, y tal como escribió el crítico Ambrosio Fornet en un dosier aparecido en el no. 2 del 2012 de la revista La Gaceta de Cuba, “en los años 60 la literatura se alió con el periodismo”.
Pero todo cambió con el paso del tiempo. Es como si la parcela se hubiese dividido: los periodistas se dedican a la ideología— claro, los periodistas oficialistas que lamen las botas del Poder—, mientras los escritores se refugian en el arte. Los editores de La Gaceta de Cuba, al inicio del referido dosier, lanzan la interrogante: ¿cuál es el origen de tal situación? Y una respuesta que pretenda acercarse a la verdad no puede obviar el hecho de que ya el castrismo no cuenta con muchas facetas positivas que exhibir, y por tanto los escritores prefieren insistir en la vertiente formal, con tal de evadir el reflejo de una realidad deplorable; una realidad que, por supuesto, los inclina mucho menos hacia el periodismo. Son muchos los que opinan que la rehabilitación oficial de Lezama ha obedecido al interés de las autoridades por promocionar una literatura desvinculada de lo cotidiano.
No obstante, confiamos en el futuro advenimiento de un escritor comprometido que no eluda el fragor del periodismo. Claro, no comprometido con un partido o una clase social, al estilo del “intelectual orgánico” que definió el marxista italiano Antonio Gramsci. El único compromiso que necesitamos es con la verdad.