LA HABANA, Cuba, noviembre, 173.203.82.38 -Ojalá que mis palabras no queden sepultadas en el desierto de la utopía, pero siento que ya estamos en el principio del fin del antiguo régimen, el cual es presente todavía. La sociedad civil –representada por su sector democrático– es cada vez menos brumosa y distante, y un reclamo de justicia puede convocarla espontáneamente, y levantarla en grupos de solidaridad. Así lo han demostrado estos días, a partir de la última ola de arrestos, que todavía no quiere devolver a esta orilla a Antonio Rodiles.
Me enteré por teléfono de su detención, cuando un amigo me llamó el miércoles 7 para contarme. Fui a casa de Antonio a la mañana siguiente. Dos amigos conversaban en la sala. Ya se tenía una pista de su ubicación, gracias a que alguien se había condolido de su madre. Sus padres estaban a punto de salir en su búsqueda. Los acompañé, en un carro de alquiler, a la estación de Aguilera, del municipio Diez de Octubre, en donde supuestamente debía estar recluido. No estaba allí, pero entonces vi por primera vez algo muy singular. A diferencia de todos los lugares administrados por el Estado (centros de trabajo, escuelas, hospitales, y hasta las decadentes bodegas de barrio), no había aquí un afiche enorme de Fidel o Raúl, con una frase incluida, ni los retratos del Ché, Camilo, o “los Cinco”. En su defecto, había un afiche con la cara de Einstein, y una reflexión suya acerca de la crisis, y la posibilidad de crecimiento, a nivel humano y civilizatorio, que implica superarla. Fue un descubrimiento curioso, y excepcional. Debo decir de paso, que jamás he encontrado, en ninguna de las cafeterías privadas que abrieron con la nueva ley del cuentapropismo, un retrato de Fidel o de Raúl. Esa ausencia de homenaje, que contrasta con su omnipresencia en todos los dominios del Estado, es para mí harto elocuente.
Fuimos luego a la estación de Acosta, y allí nos confirmaron que estaba preso. No me dejaron permanecer dentro de la unidad. Salí a la acera de enfrente, donde ya estaban apostados los grupos de paramilitares, vestidos de civil, que poco después protagonizarían las golpizas y los arrestos a varios núcleos de personas. Ese fue el día más álgido, pero el viernes fue el más preocupante. Casi todos los teléfonos estaban incomunicados, y no sabíamos nada de la situación y el paradero de nuestros amigos. Durante el fin de semana, fuimos conociendo poco a poco quiénes habían sido liberados, y algunos de sus testimonios.
Antonio Rodiles es el único que sigue preso. Estuvo tres días sin comer, hasta el sábado. Y ese día, por un intento de huelga de hambre de su padre frente a la estación, le permitieron a Manuel Rodiles Planas ver a su hijo. Gladys Fernández, la madre de Antonio, pudo verlo el lunes 12. Hasta el momento, le han sido imputados, sucesivamente, cargos de resistencia, desacato y atentado. La singularidad de su detención puede responder a muchas explicaciones. La primera, es intentar “descabezar” el proyecto cívico Estado de SATS, y también al colectivo que participa en la Demanda ciudadana Por Otra Cuba. La segunda, es un ajuste de cuentas por haberse atrevido a golpear a miembros de la Seguridad del Estado, cuando éstos salieron a reprimir durante el funeral de Oswaldo Payá, y a los policías de la estación de Infanta y Manglar, cuando ese día intentaron llevarlo hacia un calabozo. Probablemente, quieran castigar su osadía –que debió ser corregida con una multa–, detener su trabajo político, y tomarlo como un escarmiento para la oposición, lo cual, según mi criterio, tendrá un efecto contrario. En el mejor de los escenarios posibles, esperarán a que se le desparezcan las marcas de los golpes –que fueron dados, según testigos, con pleno ensañamiento–, para después liberarlo. Pero en un país donde no existe el diálogo público, y se aplasta cualquier brote de autonomía (ideológica, social, y económica), no puede haber un principio genuino de autoridad moral.
Muy mal debe estar un país cuando un policía, que apenas llega al noveno grado de escolaridad, se arroga el derecho de ofender, humillar, maltratar, golpear y amenazar de muerte a un escritor, un periodista, un abogado, sólo porque ya le han puesto el monograma o el estigma de “contrarrevolucionario”, y su uniforme le brinda impunidad total. Muy mal debe estar un país cuando la policía invoca la ley a capricho, sin ningún tipo de compromiso con la verdad, y sin ética, la usa como una forma de presión psicológica. Muy mal debe estar un país cuando una reunión pacífica de menos de treinta personas se considera un peligro para la seguridad nacional, y tratan de abortarla movilizando a más de cien policías y paramilitares. Muy mal debe estar un país cuando la policía y el ejército se comportan como una guardia pretoriana, y una milicia privada al servicio de una camarilla de gobernantes. Muy mal debe estar un país cuando una camarilla de gobernantes, cuyo promedio de instrucción está lejos del grado universitario, gobierna de forma vitalicia, y se rota por los cargos de dirección, y por los ministerios, como si fueran los bancos de un parque, o las sillas de una fiesta en cuyo centro hay una mesa de banquete. Quizás, la historiografía del futuro llame a este período, irónicamente, como la época del “despotismo bruto”.
Sin embargo, hay esperanzas todavía. Esos actores de la sociedad civil, que suelen identificarse como disidencia, u oposición política –y que para mí son los tesoreros de la consciencia nacional, y los cultivadores de las semillas de la democracia en Cuba– están alentados por un espíritu de cooperación. Para mí, cada ola represiva es una oportunidad para acercarme más a mis colegas, y correligionarios, y ser testigo de su temple. Cuando el río del gobierno se desborda en represión, nuestros amigos se convierten en nuestros hermanos, y los apenas conocidos se hacen nuestros amigos. Entre todos nos confortarnos, nos servimos, nos protegemos, y hasta nos reímos. Cada detención es como si nos arrancaran un pedacito del alma, que quisiéramos pronto recuperar. Cada arresto es una invitación para admirar a nuestros amigos, y es un abono amargo que hace crecer en nosotros la compasión, la solidaridad, y que nos reta al ejercicio de la democracia –pues la democracia, además de ser un sistema de leyes, basado en el principio de la dignidad del individuo, y cuya finalidad es el equilibrio y la armonía social, es también una cultura de la fluidez política, y de articulación dialógica de la voluntad colectiva; es el arte de la asamblea y el ágora, de nivelar los intereses y los destinos, sin apegos al poder, y sin vanidad; es el arte de negociar, buscando el consenso, pero sin forzarlo.
Quiero terminar con una anécdota que me contó el periodista Julio Aleaga, y que le ocurrió cuando fue a demandar una respuesta sobre la situación legal de Antonio Rodiles en la estación de policía de Acosta, el jueves 8 de noviembre. Para orgullo de mi amigo, estaba acompañado de cinco héroes –como él mismo los llama– del “Grupo de los 75”, y de Guillermo Fariñas. Cuando estaba a punto de ser detenido, un hombre le gritó que le entregara inmediatamente su celular, a lo que él respondió que estaba bien, que se lo iba a dar, que se calmara, porque estaban negociando. El hombre le contestó insultado que él no tenía nada que negociar con ellos. Y mi amigo le respondió, sereno: “pues aprende rápido, que esto se está acabando”.