LA HABANA, Cuba, junio, 173.203.82.38 -Cuando Manuel se enteró de que el gobierno autorizaría a los cubanos a incursionar en el sector privado pensó convertirse en empresario. Hasta entonces vendía tamales de forma clandestina en las playas del este habanero, lugar donde reside.
Manolo el pescador, como lo conocen por su antiguo oficio en el poblado costero de Guanabo, se dispuso a emprender el negocio. Instaló un mostrador en la sala de su casa y comenzó a vender pan con minutas de pescado, tamales y jugos de frutas.
Los primeros meses se sintió bendecido por el éxito. Pero con el tiempo descubrió que los vecinos no sumaban la suficiente clientela para mantener el negocio. Manolo había concebido la cafetería para los bañistas que arriban a la playa desde todos municipios de la capital y Mayabeque.
No tuvo en cuenta que en los trescientos metros que separan su casa del mar, mucho mejor posicionados, el gobierno tiene kioscos y cafeterías. Cuando se percató de la competencia, trazo un nuevo plan. Entregó la licencia para operar la cafetería y solicitó permiso como vendedor ambulante de alimentos.
Pintó su bicicleta y compró un termo para mantener calientes los tamales. Desde el comienzo de lo que él llama su segunda etapa como cuentapropista, logró vender sesenta tamales diarios. El precio competitivo de 0.35 centavos dólar y la exquisita elaboración, garantizaron el éxito en esta segunda etapa.
A Manuel no le molesta arrastrar su bicicleta por la arena bajo el asfixiante sol, desde las diez de la mañana hasta el final de la tarde. Mientras la prosperidad premie el esfuerzo, él y su esposa están dispuestos a hacer tamales hasta la madrugada.
Durante meses mantuvo los pagos tributarios en tiempo, elevó las inversiones y contó las ganancias. Cuando estaba listo para emplear un ayudante, la realidad lo convirtió en proscrito.
“Las primeras multas pude quitármelas regalando, unas veces tamales, otras cinco dólares”, me confiesa. Pero el asedio continuo de los inspectores lo obligó a emprender la retirada de la arena. Según la definición de los funcionarios gubernamentales, el vendedor ambulante no puede operar en la playa.
“Yo vivo en la playa, la licencia me autoriza a vender en cualquier lugar del municipio donde resido”, explica irritado. “Mi intención es llevarle el tamal calientico hasta donde está el cliente, disfrutando en la arena”.
La primera multa fue de diez dólares, la tercera de treinta. A medida que la voluntad de Manuel pugna por incorporarse al mundo empresarial, el gobierno se lo hace cada vez más difícil, el monto de las penalidades se eleva.
La persistencia del pescador lo ha vuelto popular entre los inspectores, que ya no necesitan ni siquiera atraparlo in fraganti, les basta con verlo venir de la playa para amonestarlo. Me cuenta que en el último encuentro con los inspectores andaba por una de las calles del reparto Brisas del Mar, colindante con Guanabo.
“Me dijeron que sabían que estaba vendiendo en la playa porque la bicicleta estaba embarrada de arena”, cuenta entre risas.
Asegura Manolo el pescador que nunca había tenido la intención de irse de Cuba. Pensaba que no podría vivir lejos de la playa donde nació, a la que considera como su propia piel. Pero, como van las cosas, “la tercera etapa de cuentapropista la planifico en el Yuma”, me grita mientras se aleja en su bicicleta con el termo lleno de tamales.