LAS TUNAS, Cuba, julio, 173.203.82.38 -A las tres de la tarde, en el mes de la vendimia, el sol mantiene su arrogancia sobre la verde campiña. Por la ladera oriental de la Presa El Cornito, a la sombra de algarrobos y bambús, Los Norteños cantan rancheras y corridos. Mientras, los guajiros y guajiras de Las Tunas se disponen a presenciar el momento más esperado de la jornada cucalambeana. La competencia deportiva entre dos bandos fraternales y enconados: los azules y los rojos.
Vestidos de las más disimiles maneras, los guajiros solo llevan en común dos cosas: el sombrero y el caballo. Hay uno con pulóver de mangas largas, color amarillo, con publicidad de Armani. Otro lleva puesta una camisa roja con la imagen de Ernesto Guevara. Menganejo viste pantalones cortos de mezclilla, y sutanejo, zapatillas Nike. Un verdadero ajiaco de atuendos que enriquece los matices de la escena.
Según algunos estudiosos, la palabra guajiro es la deformación del anglicismo war-heroe (héroe de guerra), debido a la forma en que las tropas norteamericanas, venidas en auxilio de los independentistas cubanos, llamaron a los humildes campesinos, soporte fundamental de la guerra del 95. Estos hombres de campo se divierten, beben ron, y degustan la carne de cerdo asada. Les gusta probar la fuerza física, aman las bromas pesadas, las mujeres hermosas y las familias compartidas.
Escuchabamos un narcorrido, en la voz de aquel tunero “amexicanado” (se hace acompañar por un acordeón desafinado, que suena a gloria entre los presentes), cuando llega un negro de unos seis pies de altura y sólida corpulencia, a pesar de sus más de sesenta años, y se presenta como juez. Vestido con un pulóver amarillo, que resaltaba, casi encandilaba la vista, preparó la soga para la primera competencia.
Los equipos se dispusieron, cada uno con tres hombres, que halarían por ambas puntas de una soga, para traer a su lado al contrario. Empezó y terminó la puja con la victoria del equipo azul y la polémica enardecida y divertida de los contendientes. Más que formidables guerreros rurales, parecían niños a la hora del recreo.
Después, todos corrieron hacia una pequeña valla improvisada, donde, en círculo cercado, pelearían los gallos. Alguien, desde los micrófonos, dio las gracias al Comandante Guillermo García, porque impidió se perdiera la tradición de los galleros, pero nadie recordó las cientos de personas apresadas en el último medio siglo, por disfrutar de estas tradicionales peleas.
Otra vez el equipo azul, ahora con el gallo pinto, ganó la competencia. Una botella de ron Cucalambé pasa de mano en mano y se vacía a tragos largos y profundos, marca discutible de hombría. Mientras, una hermosa mujer, de ojos claros y tez morena, sonríe indiscreta al gallero vencedor.
De seguida, el animado público salió hacia la nueva competencia, unos metros colina abajo: la cogida del pato. El jinete, al pasar velozmente, cogerá a un pato vivo, enterrado en la tierra. El cuello del pato, lo único que sobresale, estaría embadurnado con manteca. Una de esas muchas crueldades contra los animales que aún se practican bajo el justificativo de que son “tradición”.
Aumenta la rivalidad con la última victoria azul. Los monteros cabalgan en pos del pato. Uno a uno van sintiéndolo escapar de sus manos, por la “maldita” grasa que le cubre el cuello. Solo en la carrera 27, un jinete del bando rojo libra al pato, al fin, de su tortura.
nario está listo para la prueba más esperada. El ensarte de cinta. Un vaquero pica su caballo y, con el brazo extendido, llevando un muy fino madero en la mano, ensartará el aro de una cinta elevada a dos metros sobre el suelo. Excelente capacidad visual, dominio del corcel, fuerza y agudeza son necesarias para el ensarte.
Una y otra vez pasan los jinetes. Ensarten o no, la alegría es contagiosa. Los viejos y los nuevos, unidos en los juegos campesinos, donde no hay vencidos. Todos son vencedores, y así terminan, bebiendo y comiendo juntos a la sombra del algarrobo.