LA HABANA, Cuba, octubre, 173.203.82.38 -Ya no son “la garantía para que los hombres libres puedan dedicar su tiempo a la política y a gobernar”, como decía Aristóteles. Ya no sacrifican sus vidas para calmar la ira de los dioses, ni para celebrar la ascensión de un soberano, ni para dar satisfacción a la plebe en la arena. Ya no se utiliza su mano de obra para sustentar la economía de un país.
Hace mucho tiempo que la moral y las costumbres no toleran ese tipo de esclavitud abierta. Sin embargo, aún respiran y trabajan millones de esclavos bajo el yugo esclavista de los tiranos, que, sirviéndose de un nuevo mayoral -la unanimidad-, encepan, azotan y niegan lo que hace verdaderamente libre a un pueblo: su derecho a disentir.
El pecado de nuestros padres, cuando triunfó la revolución cubana, fue la ingenuidad. Se dejaron engañar por la nueva ideología de la unanimidad a ultranza. Esa misma unanimidad nos dejó como herencia la condición de personas sujetas a los designios ajenos, sin opción a réplica, discrepancia, decisión o protesta.
Esa unanimidad nos dejó como herencia el diario juramento forzoso de ser como el Che, y no como Elpidio Valdés, Batman, Supermán o cualquier otro, como nos hubiera gustado. Saludábamos a la altura de la frente, invocando el nombre de un monstruo, un carnicero extranjero defensor de los paredones, pero en realidad nunca supimos por qué lo hacíamos.
Nos dejó la herencia de un camino suicida de “socialismo o muerte”, la herencia del desprecio a los dioses y la idolatría a un jefe omnipotente, que ayer se nombraba Fidel, hoy Raúl, y mañana vaya usted a saber cómo. Por eso temíamos hablar de otra cosa que no fuera socialismo, por eso veíamos a Lucifer en el rostro de los curas y al mesías en el de los tiranos.
Nos dejó la herencia de la enemistad con la propiedad privada, la repulsión a los burgueses y el odio a los “traidores”. Por eso nunca pudimos tener negocios, ni propiedades, ni nada que legarle a nuestros hijos. Por eso también le tiramos piedras y huevos a la “escoria” del Mariel, y aun les hacemos actos de repudio a nuestros hermanos que disienten.
Nos dejó la herencia de levantar las manos siempre sin pensar, sólo por agradar al amo, aun cuando la soga rozara nuestro cuello. Por eso tenemos disposiciones, reglamentos y leyes draconianas que nos hacen temblar.
La unanimidad nos dejó, en fin, la herencia de los ilotas. Por eso no tenemos derecho a protestar en nuestras plazas, ni en nuestras calles. Por eso no tenemos derecho a disentir, a criticar, ni siquiera a caricaturizar. Por eso somos esclavos.