LA HABANA, Cuba, septiembre (173.203.82.38) – No parece convincente el estudio realizado por dos académicos de universidades estadounidenses en torno a la gente que en Cuba desea o no utilizar las remesas para invertir en negocios particulares. No lo parece, ante todo, por el método tan poco académico que escogieron para realizar sus pesquisas.
Este estudio, sobre el que dio cuenta hace pocos días la revista Palabra Nueva, del Arzobispado de La Habana, ha determinado que el 43 por ciento (así, con una cifra rígida) de los cubanos que reciben remesas no están interesados en invertirlas en negocios particulares. A tan rotundo corolario arribaron los académicos luego de preguntar su opinión a 300 personas entre cientos de miles de receptores cubanos de remesas, los cuales, además, fueron escogidos ad líbitum, entre personas de confianza con las que ensayaron una muestra aleatoria.
No es que esta clase de encuesta no sea válida. Ni siquiera dejan de ser interesantes algunas de las averiguaciones que propició a los encuestadores. Lo que sí huele a queso es que los resultados se proclamen como fruto de un estudio de académicos, de lo cual puede inferirse que tiene rango científico, siendo, como fácilmente se nota que es un mero ejercicio especulativo, otro más entre tantos.
En primera, ¿quién domina rigurosa y científicamente la cifra de remesas que hoy reciben los cubanos? ¿Quién puede acreditar, mediante estadísticas confiables, la cantidad exacta de gente que vive aquí de las remesas? Ni Dios mismo tal vez.
Basta con tener noción de los conductos y las múltiples argucias, legales e ilegales, imaginables e insospechadas, secretas e insólitas, que utilizan nuestros parientes del exterior en sus envíos de ayuda a Cuba, para saber de antemano que no es posible fijar términos demasiado serios basándose en el particular.
En segunda, tampoco suena muy académico que digamos otorgarle categoría de “negociantes”, aun anteponiendo el calificativo de “pequeños”, a la retahíla de menesterosos merolicos y buscavidas que actualmente bregan por los frijoles en las calles, teniendo que pagar hasta tres tipos distintos de licencias por una mesita donde vender naderías: para cada género de nadería, una licencia.
El estudio en cuestión llama “empresas de subsistencia” a estos negocios. Pero aun así los sobrevalora, usando la palabra “empresa” en lugar de “remedios” o “pataleo”.
Por último, para no extendernos, aunque sin dar por agotado el tema, tal vez hubiera sido más académico, al tiempo que más expedito para los académicos encuestadores, proyectar un recorrido por los timbiriches de los cuentapropistas habaneros, que son muchos más de 300, verificando lo que sabe aquí hasta el gato, o sea, que se trata de gente pobre, que no tiene dinero para negocios.
De modo que esos cuentapropistas abrieron sus “negocios” con la ayuda de parientes del exterior. O en caso contrario, los timbiriches que atienden no son suyos, aunque estén inscritos a su nombre, sino que son de un dueño que los posee en serie, actuando desde las sombras, y los utiliza a ellos como empleados.
Incluso, los académicos habrían podido averiguar fácilmente que los timbiriches más exitosos de cuentapropistas habaneros no sólo han pagado su inversión con dinero procedente de remesas, sino que incluso se surten con productos que les envían directamente desde el exterior, sea de Miami o de Venezuela o de Europa. Algo que, dicho sea de paso, es una suerte para los compradores, ya que por vez primera en medio siglo pueden adquirir en la calle, a precios más moderados que el de las shopping, zapatos y otras prendas de marcas extranjeras.
De lo que se trata entonces no es de ver si los cubanos están o no dispuestos a emplear las remesas en la apertura de negocios particulares. Pues, en rigor, esa ayuda económica que reciben gracias al sacrificio de sus parientes del otro lado, por lo general les alcanza, si acaso, para comer y malamente para vestirse.
Más pertinente –por lo cual se supone más académico- que enfocar el asunto desde la posibilidad de que los cubanos de adentro dejen de comer y se dediquen a hacer negocios con las modestas remesas que reciben para comprar aceite y picadillo, sería enfocarlo desde el interés y las sustanciales posibilidades de los cubanos que viven en el exterior, y que probablemente sólo estén a la espera de una señal con propuestas concretas y plenas garantías para invertir en su país.
Desde luego que un estudio en esa dirección no encontraría hoy utilidad práctica.
Porque los negocios en los que seguramente están interesados en invertir nuestros parientes del exterior tendrían que ser reales negocios, aunque fuesen pequeños o medianos. Tendrían que estar dirigidos hacia la obtención del verdadero beneficio particular, tanto de los inversores como de sus empleados. Y, en suma, tendrían que ser empresas que actúen auténticamente en provecho del país, de su productividad, en la mejoría de su nivel de vida, y no –como sucede hoy- en rol de engañabobos, donde el único beneficiado es el régimen.
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