LA HABANA, Cuba, agosto, 173.203.82.38 -En la CADECA (casa de cambio) de La Palma, en Arroyo Naranjo, siempre hay cola. Generalmente es larga. Luego que cerraron la que había en Mantilla, es el único sitio donde se puede cambiar divisa en la zona comprendida entre el poblado de Managua y La Víbora (unos 20 kilómetros).
Hay que hacer la cola bajo un sol de penitencia. Y cuidándose de los estafadores que merodean el lugar. Al calor se suma la peste. Será porque por allí pasa un riachuelo de aguas infectas, porque las alcantarillas invariablemente están tupidas de fango y basura, o porque ponen el agua cada cuatro días, pero en La Palma siempre hay peste a mierda.
En la CADECA nunca trabajan las cuatro ventanillas. Es una suerte si funcionan dos. Son más los custodios –con pistola y cara de pocos amigos- que las empleadas que cambian el dinero.
Uno puede demorar más de una hora en la cola, pero la espera suele ser entretenida. Para bien o para mal, los cubanos, cuando hacemos colas, entablamos conversación con cualquiera. Una vez conocí allí a un hombre que me contó que vino de Hialeah a hacer santo a La Habana, no solo porque “hay mejores padrinos y sale más barato”, sino también porque “aquí no hay lío con la matazón de animales”.
Ayer, en la cola, una mujer disertaba a gritos, con frases muy gráficas y salpicadas de palabrotas del más grueso calibre, acerca de las espantosas condiciones en que tenían a su hijo, de 21 años, en un campamento penitenciario en Mayabeque. Ojala hubiesen podido escucharla los que dicen que algunos periodistas independientes exageran respecto a la situación en las cárceles.
Otra mujer, que evidentemente no estaba bien de la cabeza, logró robarle el show a la madre del preso. La superó en los gestos obscenos y en el calibre de las palabrotas. Era una mulata achinada, de unos cincuenta y tantos años, muy delgada, con un pañuelo estampado amarrado a la cabeza estilo pirata, enfundada en un abrigo azul oscuro, del todo incongruente con el calor sahariano de las once de la mañana del primer día de agosto. Solo su discurso superaba la incongruencia del mugriento chaquetón. Empezó quejándose de los hospitales, luego de la comida y después empezó a lanzar insultos a “una pelandruja” de su edificio que le quería quitar a su marido. La rival no estaba por todo aquello, así que sus injurias se perdían en el aire. Afortunadamente no la emprendió con nadie en la cola. Sólo con un perro que pasó y le ladró al sentir sus gritos. La loca lo amenazó con romperle los dientes de una patada y el animal se alejó a la carrera, cabizbajo y con la cola entre las patas.
Cuando me tocó mi turno, la empleada, con voz inexpresiva, me comunicó que se le había acabado el dinero para las operaciones, algo que ocurre frecuentemente desde hace muchas semanas en las casas de cambio habaneras. Para poder cambiar, tuve que caminar hasta la CADECA de La Víbora y hacer otra cola, igual de larga y bajo el mismo sol. Pero no lo lamento. Gracias a estas peripecias y a las dos escandalosas mujeres, cada una con su tema y sus razones, conseguí de qué escribir hoy.