LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 -En los últimos tiempos de Abel Prieto al frente del Ministerio de Cultura ya se notaba su ascenso como escritor. Lento, pero ascenso al fin. Una lentitud explicable. Amén de lo difícil que debe ser administrar la cultura en un régimen que desconfía patológicamente de los intelectuales, escribir requiere tiempo.
Paradójicamente, de “Noche de sábado” y “Los bitongos y los guapos”, escritos cuando todavía no era ministro, al “Vuelo del gato”, que terminó cuando ya había sido designado, se nota el salto cualitativo, que se mantiene en el más reciente “Viajes de Miguel Luna”, presentado en la última Feria del Libro de La Habana, cuando la largamente rumorada sustitución de Prieto era ya casi un hecho.
“Viajes de Miguel Luna”, aunque menos filosófico que “El vuelo del gato” es un libro ambicioso. Tiene, entre otras cosas, de bildungroman, de libro de viajes –evidentemente más del Gulliver de Swift que del Libro del Millón de Marco Polo-, otra vez de espiritismo kardecista (como en el círculo de Pogolotti de la madre de Freddy Mamoncillo), de sátira política a lo Orwell y de humor negro. Tan negro que el protagonista regresa a Cuba del único viaje que consiguió de la UNEAC para morir de gangrena y que a su sepelio asista su rival, el zoológicamente zoólogo velludo y prosaico Lopito, presto a reconquistar a su esposa.
Sobra en la novela un poco de pedantería y cierta guapería y machismo residual, típico de ciertos aseres con melena de Marianao, que comparten sus inquietudes intelectuales con su afición por los Beatles, Janis Joplin y la Guayabita del Pinar.
Para escribir “Viajes de Miguel Luna”, Abel Prieto no debe haber forzado demasiado sus dotes para la fabulación. Si algo debe conocer bien, desde sus tiempos de presidente de la organización -porque muy pocos quería la papa caliente y los que la querían no le convenían a los demás- y luego como ministro, es los bretes y chanchullos del mundillo de la UNEAC. Y máxime cuando se trata de publicar o, peor aún, de viajar al exterior.
Tampoco sería muy difícil para él, conocedor de primera mano de un régimen totalitario, describir a Mulgavia, la isla de los gorros puntiagudos, las hachas y las leyendas fundacionales ridículas convertidas en kilométricas óperas, a donde le conceden el ansiado viaje al poeta Mikimún: una gulliveriana mezcla de Corea del Norte y cualquier país del desmerengado bloque soviético.
¿De veras pensará Abel Prieto que el socialismo real que se derrumbó allá es muy diferente al que pretenden remendar por acá?
Por si las dudas y a modo de moraleja, Prieto narra lo que ocurrió en la imaginaria Mulgavia en 1989, y que puso fin a la estancia de Miguel Luna. Las protestas de la oposición provocan un golpe militar que derroca al régimen comunista y no sólo se produce la invasión del consumismo occidental con Coca-Cola, Mc Donalds, música pop y otros horrores capitalistas, sino también una sangrienta limpieza étnica.
“Viajes de Miguel Luna” es un buen libro, sólo que uno espera más de alguien que dice conocer tan bien el canon estético literario cubano como Abel Prieto. Aunque, teniendo en cuenta su gusto por la Guayabita del Pinar, no se le debe hacer demasiado caso. De un híbrido de intelectual y comisario nunca se obtendrá -¡ay, Lezama!- un sable con ojos fosforescentes. Ni siquiera un gato volador. Conformémonos con algo como Mikimún, que de esos conocemos bastantes.