LA HABANA, Cuba, enero, 173.203.82.38 -Eduardo Galeano, un escritor uruguayo de bastante relevancia en América Latina, ha estado por estos días en Cuba, como jurado del Premio Casa de las Américas, galardón que ha promovido a algunos escritores importantes, pero que ya está lejos de vivir su mejor época, que fue cuando la revolución cubana tenía una mayor aceptación en el mundo, y especialmente en Latinoamérica. Galeano ganó dos veces ese premio internacional.
No sé si ya había venido a Cuba en alguna otra ocasión, desde el año 2003 hasta esta fecha. En la primavera de aquel año, a la sombra del escándalo y la notoriedad de la invasión a Irak, ordenada por George W. Bush, el gobierno cubano aprovechó la polvareda para apresar y castigar con severísimas condenas a setenta y cinco disidentes y, además, ejecutar a tres jóvenes que intentaron secuestrar una embarcación para escapar del país. Estos hechos tuvieron como consecuencia un amplio rechazo internacional —incluyendo la protesta de varios intelectuales de izquierda que, hasta ese momento, habían sido defensores incondicionales de la revolución cubana—.
Eduardo Galeano fue uno de esos intelectuales, y de los más eminentes, debido a su larga carrera como escritor y periodista, y a su compromiso de muchos años con la revolución cubana. En aquel momento, resultó sorprendente que se pronunciara en desacuerdo con una decisión del gobierno de Fidel Castro, aunque más sorprendente podía ser que hubiera demorado tanto en darse cuenta de que su “sueño cubano” no era tal, al menos para los cubanos, porque en verdad aquellos actos del gobierno, ya en pleno siglo XXI, no eran los peores de la lista. Sin embargo, pareció que habían colmado la copa de algunos renombrados escritores de izquierda que, como José Saramago, se inquietaron hasta el punto de anunciar que “se bajaban del tren de la revolución cubana”.
Ambos, Saramago y Galeano, se dieron cuenta después de que aquel era el único tren que iba para la utopía que ellos soñaban, o debía serlo: era imposible que no lo fuera. Tantos años de flotar en el sueño de la reivindicación del minúsculo David contra el Goliat imperial norteamericano no merecían haber sido vanos. Así que al diablo con el itinerario. De modo que esperaron unos años hasta que el tren volvió a pasar y se subieron a él de nuevo. Hay que soñar que se está despierto. La realidad es demasiado absurda para merecer la condición de realidad.
Saramago vino a Cuba uno o dos años antes de morir, se reunió con jóvenes escritores, y no habló mucho. Eduardo Galeano, ahora, acaba de pedir implícitamente que nunca se le considere en la lista de los enemigos de la revolución, y citó palabras de Carlos Fonseca Amador, uno de los fundadores de la guerrilla nicaragüense: “El verdadero amigo es el que critica de frente y elogia por la espalda”. Como si se disculpara con una persona amiga. Asombroso, pero cierto, pero asombroso.
En fin, solamente él mismo sabe a quién se está refiriendo cuando habla de amigos. ¿Su amistad con el pueblo cubano o con el gobierno del país?. Cuando, en 2003, criticó el fusilamiento de aquellos tres jóvenes, no estaba criticando a los cubanos, se supone, sino al gobierno, porque está claro que la máxima autoridad del poder estuvo detrás del juicio sumario y del inmediato fusilamiento de los secuestradores.
Galeano, en realidad, está justificándose por haber reaccionado apresuradamente, por haber cuestionado no un principio, no una cuestión de fondo, sino un procedimiento. Sencillamente le había parecido exagerado el castigo. De seguro le alarmó que se manchara en el mundo la imagen de su admirada revolución. Un error como ese no debía cometerse.
En definitiva, es la típica actitud de muchos escritores de izquierda en el mundo, que, incluso habiendo tenido que escapar de las dictaduras —como él mismo—, no defienden la libertad y la democracia en sí mismas, sino únicamente contra las dictaduras de derecha. Y Cuba no es el caso, consideran.
¿Y cuál es el caso de Cuba entonces?. Ante esa pregunta, podrían argumentar durante años, pese a la tozudez de la realidad, y manejar con cinismo apasionado sus mejores silogismos, hilando, con brillo intelectual, muchas palabras, todas las palabras que hagan falta. Es terrible tener que renunciar a un largo y bello sueño. No importa si luego a uno lo consideran un “perfecto idiota latinoamericano”.