LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Hasta hace muy poco, salvo para los argentinos, el nombre Jorge Mario Bergoglio era casi desconocido, pero desde el pasado 12 de marzo es –ni más ni menos– el nombre del nuevo jefe del estado de la Ciudad del Vaticano, el Papa Francisco, sobre el que gravitan, no solo los controvertidos presente y pasado de una iglesia católica que lleva la friolera de dos milenios pesando sobre la espiritualidad de millones de creyentes del mundo occidental, sino también una buena parte de la responsabilidad espiritual ante un futuro incierto.
Como ocurre con cualquier Estado en tiempos de crisis, el Vaticano precisa de transformaciones que impulsen una renovación de la Iglesia católica. Y también, como en cualquier gobierno terrenal –más allá de la olorosa mirra, las sotanas, la mitra y la cruz– los milagros solo se producen a partir de una acertada voluntad humana, y la iglesia católica tiene multitud de asuntos que atender después de ese “amén” que tranquiliza a sus más fervorosos fieles.
Francisco, con toda su modestia y austeridad, es un Jefe de Estado, y como tal debe cumplir las funciones administrativas, políticas e ideológicas tan importantes como su misión espiritual, en medio de una coyuntura en que males como la corrupción alcanza a todos, Banco Vaticano incluido. No es que anteriormente no ocurriera así, sino que ahora, gracias a la globalización de los medios, todos nos enteramos.
Así, pese a las expectativas espirituales de creyentes y no creyentes, la prioridad de Francisco no sería necesariamente atender los problemas políticos regionales de una u otra comunidad católica, sino propiciar al interior de su Iglesia los cambios necesarios y oportunos que le permitan remontar la crisis.
No obstante, la naturaleza y profundidad de los cambios institucionales de la Iglesia católica y su repercusión en los creyentes de la fe no dependen solo del rango y la capacidad de un solo hombre, así que de alguna manera Francisco deberá aplicar políticas inteligentes para cumplir su misión, en primer lugar rodearse de una cohorte más confiable que la de sus predecesores.
Las novedades esta vez son la doble condición de latinoamericano y jesuita del Sumo Pontífice electo. Lo de latinoamericano, pese a resultar un concepto que ha sufrido las más variadas interpretaciones, resulta más o menos conocido y familiar para los nacidos de este lado del Atlántico y al sur del Río Bravo. Latinoamérica ha sido siempre una plaza fuerte del catolicismo, como corresponde a un conglomerado de culturas cuya historia y actualidad están estrechamente vinculadas a la fe religiosa de herencia hispana, salvo excepciones, como Cuba, donde el ateísmo impuesto durante décadas y el pobre papel del clero en los procesos sociales socavó una fe nunca lo suficientemente arraigada.
Lo de jesuita ya es harina de otro costal, incluso para los que se dicen creyentes. Pocos conocen la historia de la Orden más controvertida de la Iglesia católica.
La Compañía de Jesús (jesuitas)
Es ésta una Orden religiosa masculina fundada en 1534 por el militar Ignacio de Loyola, con el lema Ad maiorem Dei gloriam (Por la mayor gloria de Dios), bajo los votos de pobreza, castidad, obediencia y absoluta subordinación al Papado. Su finalidad es “la salvación y perfección de los prójimos” a través de la militancia evangélica. Fue aprobada el 27 de septiembre de 1540 por el Papa Pablo III.
Su estructura vertical y fuertemente centralizada consta de un órgano supremo de gobierno (Congregación General) que se convoca solo para la elección del Prepósito General (o Padre General) –cargo vitalicio que, no obstante, admite la renuncia por motivos fundamentados–, y para asuntos de gran importancia. La propia Congregación elige cuatro Asistentes Generales, Asistentes regionales y provinciales, Superiores de Regiones y Superiores locales. Las Congregaciones Provinciales y la Congregación de Procuradores se reúnen periódicamente.
Actualmente, la Orden se divide geográficamente en 9 sectores (Asistencias) y éstos a su vez en 64 Provincias. Sus normas y principios rectores se resumen en las Constituciones y otros documentos fundacionales.
Los jesuitas se destacan de otras órdenes religiosas por su disciplina, su aplicación al desarrollo intelectual y cultural, por el rigor de su noviciado y de sus colegios, su austeridad y su capacidad para las misiones más difíciles. Sus principios espirituales se fundan sobre la idea de San Ignacio de Loyola de “buscar y encontrar a Dios en todas las cosas”.
Los jesuitas han sido la orden religiosa católica más perseguida, pero también la más transgresora en tanto renovadora y capaz de practicar la inculturación de la doctrina adaptándola a las realidades sociales y a las características de cada región. Es, además, la más ecuménica.
No obstante su voto de pobreza, los jesuitas, transformadores por excelencia, fueron prósperos a lo largo de su historia y adquirieron bienes diversos y propiedades. Muchas veces aplicaron novedosos métodos de producción y administración que les permitieron acumular notables riquezas. Así, fueron capaces de sostener sus propios colegios, universidades y misiones, de manera que han marcado una fuerte influencia en la formación de grupos intelectuales. Tal fue el caso, en el pasado, de las clases élite de las colonias de España y Portugal en América, con lo que alcanzaron un gran ascendiente político en esta región.
De hecho, su influencia política, su destacada actividad intelectual, su adhesión incondicional al Papado y su poder financiero, condujeron a la supresión de la Orden en 1773. Años antes, los jesuitas habían sido expulsados de los reinos y territorios de ultramar de Portugal, Francia y España, e incautados todos sus bienes. Tras 40 años, en 1813, la Orden fue restaurada por el Papa Pío VII, no obstante y hasta la actualidad, sigue teniendo tantos defensores como detractores.
Entre los años 60 y 70 del pasado siglo se desarrolló la Teología de la Liberación, que tuvo un gran arraigo en algunos países de Latinoamérica y que se nutrió principalmente de sacerdotes jesuitas comprometidos ideológicamente con procesos revolucionarios en esta región, con las luchas por la justicia social y contra la pobreza. Algunos de ellos fueron mártires de los conflictos sociales en varios países.
Administrar la fe y el capital de la Iglesia católica
La elección de un Papa jesuita no parece casual en medio de las acusaciones de corrupción contra altos funcionarios del Vaticano. De hecho, ninguna otra orden se ha cuestionado tan dura y públicamente la administración del tesoro de la Santa Sede y el manejo de las finanzas. La proverbial disciplina y austeridad de la Orden serían principios esenciales –aunque no suficientes– para organizar las cuestiones financieras. Vaticano, y la Iglesia católica como institución, constituyen a la vez un Estado, una ideología y un negocio, pero solo las dos primeras de estas condiciones son visibles.
Por otra parte, Jorge Mario Bergoglio, máxima figura de la orden en Argentina en tiempos de la dictadura militar de Jorge Videla, llega en un momento de expansión de una clase de neo izquierda fundamentalista en algunos países latinoamericanos. Y, como ocurre con su propia orden religiosa, es objeto de alabanzas y críticas. Sobre todo de críticas basadas en testimonios sobre una supuesta delación de dos sacerdotes que, por ello, sufrieron prisión en los años 70. Otros testimonios, incluyendo el del propio Bergoglio, aseguran que, por el contrario, el actual Papa asistió y protegió a varios perseguidos por el régimen de Videla.
La izquierda más radical, y también algunos de los llamados moderados, dan por anticipada la responsabilidad del Papa Francisco, no solo por los pecados –ciertos o no– que se le atribuyen, sino además por los de sus predecesores de otras épocas. Quizás no le perdonen sus cuestionamientos a los Kirchner, aunque Cristina Fernández se erigió en la primera jefa de Estado recibida por Bergoglio después de su investidura. Lo cierto es que los sectores más críticos le reprochan a Francisco sus retrógradas declaraciones homofóbicas y otras, igualmente infelices, acerca del aborto, además de atribuirle culpas ajenas. La “lógica” sería que si otros Papas han actuado mal, vale dar por hecho que éste también.
No es menos cierto que el alto clero de la Iglesia Católica generalmente ha mirado hacia otro lado ante la persecución y el hostigamiento de las dictaduras en esta región. Los cubanos, en particular, tenemos la experiencia en casa, pero no hay que apresurarse a sucumbir al cómodo simplismo de los juicios morales. En definitiva, la responsabilidad mayor es de las mansas ovejas. No deberíamos esperar que la Iglesia –pastora tanto de los lobos como del rebaño– se comprometa con soluciones que tendríamos que lograr por nosotros mismos.
Por lo pronto, en la Isla no ha calado mucho el tema del Papa, ni siquiera para comentar el sentido común de Benedicto XVI, que lo llevó a renunciar oportunamente y dar a la Iglesia la oportunidad de renovarse. Algo que ni remotamente se le ocurriría a los caudillos que muchos latinoamericanos creyentes parecen adorar incluso por encima de Dios.