LA HABANA, Cuba, septiembre, 173.203.82.38 -Alguna vez, en Cuba, durante los primeros años de la revolución, pareció condenada a quedar como historia vieja la de aquellos sicarios de la tiranía de Batista, cuyos apellidos llegaron a convertirse en sinónimo de crueldad y crimen.
Ventura, Carratalá, Sosa Blanco, Masferrer… son sólo unos pocos de esos apellidos de pavorosa cita, que ya, por suerte, se han ido difuminando en la memoria popular, al punto que en la actualidad no significan nada para la mayoría.
No obstante, quizá no sea ocioso afirmar que los sicarios policiales que hoy despuntan entre nosotros, de un modo cada día más patente, son la continuación directa de aquella fauna, o como dice el dicho: el mismo perro con distinto collar.
Es posible que muchos de estos nuevos sicarios (la generalidad probablemente) ni siquiera conozca el quehacer de sus desalmados predecesores. Pero ni falta que les hace. Ya se ha escrito y estudiado con abundancia sobre la finísima línea que separa la actitud del ser civilizado y la del salvaje. También se ha demostrado con alarma lo fácil que el civilizado puede convertirse en salvaje, mucho más fácil y rápido que el salvaje en civilizado. Basta que predominen ciertas circunstancias, más el expeditivo de la impunidad.
De manera que el oficio de esbirro no tiene que ser vocacional. Mucho menos hereditario. No se aprende viendo como lo ejercen otros. Quizá podría decirse que es inherente a la naturaleza de los humanos, es la eclosión de un germen que todos llevamos dentro y que suele prosperar estimulado por factores que vienen de allende la piel, como la ignorancia y la miseria, o la manipulación del más fuerte.
Hace pocos días, un amigo, Modesto Cordero Azcuy, que vive en Punta Brava, municipio habanero de La Lisa, me contaba detalles acerca de cómo un oficial del ministerio del interior vino a buscarlo a su casa, para amenazarlo con su pistola, debido a cuestiones que nada tienen que ver con la política ni la ilegalidad.
Mi amigo identifica a este oficial como Juanca, pues ya casi es ley que los nuevos esbirros, al contrario de los del batistato, nunca confiesen su nombre real a las víctimas, sino apodos. Y dice que reside eventualmente en Punta Brava, en la casa de una mujer, quien fue justo el motivo por el cual el oficial lo amenazó.
Cuenta Modesto Cordero que tan pronto recibió la visita del oficial Juanca –con su pistola Makarov dispuesta-, fue y le estableció una denuncia en la Séptima Estación de la PNR, ubicada en el barrio San Agustín, de La Lisa. Una gestión condenada al fracaso, ya que, aunque se ha presentado ante distintas instancias, incluida la de un fiscal, todos demuestran parcialización para apañar a Juanca.
Es mera anécdota, un sucedido entre tantos, pero lo cito porque al conocerlo no pude evitar su cotejo con otros similares que solía contarme mi madre. Entre ellos, recuerdo –porque no he podido olvidarlo- el caso de un esbirro de Batista que además era cornudo, así que cada vez que sospechaba que algún hombre del barrio hacía diana en las simpatías de su dama, iba a buscarlo, lo esposaba, ponía mariguana en sus bolsillos, y lo enviaba a chirona por traficar con drogas.
Tal vez alguien considere que el conflicto de Modesto Cordero con el susodicho Juanca (al igual que el de aquel batistiano cornudo) represente un ejemplo menor entre el gran collar de atrocidades cometidos tanto por los Ventura y Carratalá como por nuestros nuevos sicarios de hoy. Tendrá razón. Mas un simple repaso a la teoría sobre cómo el ser civilizado se convierte en salvaje, desvela el peso de los ejemplos menores como conductos decisivos hacia el mal mayor.
Los esbirros de hoy, más que engendros tardíos de la violencia revolucionaria de los años sesenta, lo son de la miseria material y espiritual y de la corrupción que ha venido ocasionando la esclerosada dictadura totalitaria en las últimas décadas.
Tal como a los policías de Batista les bastó con sentirse temidos e imbatibles ante los de abajo, a la vez que amparados y comprometidos ante los de arriba, para derivar hacia el salvajismo de la tortura, el desmadre corrupto y el crimen, nuestros sicarios de nueva hornada empezaron por recibir patente de corso para el atropello por razones ideológicas (que nada tienen que ver con el delito ni con el orden público) y en general para agenciarse el miedo a priori de la ciudadanía.
Le fueron cogiendo el gusto a las gratuidades que su uniforme impone entre comerciantes, transportistas y otros gestores del pequeño negocio particular. Y hoy casi todo es gratis para ellos, aunque no esté escrito. Y desde ahí se expandieron hacia el soborno en grande y hacia otros vicios que ya son proverbiales.
Desde la detención arbitraria contra ciudadanos honrados, marcados por el sambenito político de antisocial o contrarrevolucionario, hacia el asedio, la persecución y los maltratos psicológicos y físicos a cualquier ciudadano, sólo porque no comparten su forma de pensar, o porque encuentran sospechoso el color de su piel.
Desde el fuete en la cárceles y en otros espacios cerrados para el alcance de la vista pública, al asalto violento e ilícito de casas de familia a plena luz del día, y a las palizas y el arrastramiento casi a diario de mujeres indefensas en las calles.
Es lo dicho, surgidos de una misma yema, los humanos todos nos parecemos demasiado. Por eso es que una vez objetos de igual intemperie espiritual y moral, y ya puestos a girar en la órbita del poder manipulador de las satrapías, que son siempre semejantes, apenas resulta notable la diferencia entre unos sicarios y otros, al margen de las épocas y otras especificidades más bien de anecdotario.
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