LA HABANA, Cuba, febrero (173.203.82.38) – Durante la pasada semana, el mundo contempló con admiración la rebeldía de varios pueblos árabes empeñados en quitarse de encima los regímenes autoritarios que han venido padeciendo durante décadas. La cosa comenzó en Túnez, pero en poco tiempo Egipto y Yemen se sumaron, en rápida sucesión.
En el país iniciador, el detonante fue el acto suicida de un joven vendedor de vegetales, quien, exasperado por las autoridades, se prendió fuego frente a la casa de gobierno de su pequeña ciudad. Divulgada por Facebook y otras vías de internet, la protesta ganó fuerza con rapidez. En menos de un mes, el anciano dictador había huido.
En los otros dos estados, las manifestaciones continúan mientras sus respectivos regímenes parecen seguir manteniendo el control. No faltan las maniobras, como el cambio de gobierno anunciado recientemente por el líder egipcio Hosni Mubarak. Incluso acaba de publicarse su llamado a un diálogo con la oposición, que esperemos sea real. Mientras, las víctimas mortales se cuentan por decenas en el país de los faraones.
Los reclamos de los manifestantes son de una sencillez admirable. Por encima de los ineludibles detalles locales, lo que todos piden es la salida del equipo gobernante, que como es natural en sistemas autoritarios como esos, se encarna en el Presidente, cúspide de la pirámide del poder.
Todos los personajes y los regímenes involucrados presentan características similares. Una pandilla de vejetes caducos que se han mantenido en la primera posición durante decenios, sin dejar el menor resquicio a las jóvenes generaciones. Unos rostros que aparecen a diario en periódicos, televisores y vallas anunciadoras, provocando el hastío, cuando no la burla y el asco de sus súbditos.
A su alrededor, una claque sumisa y voraz, corrompida hasta la médula, que para aprovecharse mejor de las posiciones de privilegio que han ocupado por lustros, y que legan a sus hijos, llevan el atropello del pueblo, la obsecuencia ante sus jefes y el peculado —que practican con fruición— hasta extremos alucinantes.
Todo ese cuadro de latrocinio, abuso y podredumbre tratan de presentarlo siempre con los ropajes más vistosos. Nunca pierden ocasión de tañer la cuerda patriotera, ni de recordar, venga o no a cuento, a los que murieron durante la trepa al poder. Creen que la historia llegó a su culmen cuando ellos asumieron el mando. Sus regímenes parecen estables, pero en realidad están paralíticos.
En el plano mundial, y por razones que probablemente merecerían un estudio de psicología colectiva, su perenne presencia en los primeros planos, que constituye la prueba más evidente de autoritarismo y vocación antidemocrática, parece —por el contrario— otorgarles un halo de legitimidad y respeto.
Pero esa feria del disfrute del poder, que parece no llegar jamás a su fin, tiene sus límites marcados en el tiempo. Si no, que le pregunten al ex hombre fuerte tunecino Zine El-Abidine Ben Alí, que se fue con sus maletas cargadas de oro —y hablo en sentido literal— a buscar refugio en Arabia Saudita.
Es el pueblo de cada país el que tiene la palabra; y cuando esas masas se muestran firmes y hablan con voz recia, como ha sucedido ahora en zonas del mundo árabe, los tiranos tiemblan.
Esperemos que procesos prometedores como el que ha empezado ya en Túnez y como los que probablemente se inicien en breve en Egipto y Yemen, conduzcan no al triunfo del islamismo fundamentalista, sino al establecimiento de regímenes democráticos que respeten escrupulosamente los derechos de sus ciudadanos. Túnez, un país en el que nada pasaba, ha dado un buen ejemplo.