LA HABANA, Cuba, julio, 173.203.82.38 -En la ceremonia de despedida del presidente de Belarús Alexander Lukashenko, el gobernante cubano Raúl Castro ofreció declaraciones a la prensa a propósito de la destitución del mandatario paraguayo Fernando Lugo. “Los golpes de Estado han vuelto, pero disfrazados”, expresó el menor de los hermanos Castro.
El General-Presidente se refería al hecho de que, en esta ocasión, no habíamos presenciado un golpe a lo tradicional: generales entrando a Palacio, cierre del Congreso, anulación de la Constitución, abarrotamiento de las prisiones, prohibición de los partidos políticos y descabezamiento del poder judicial. Ahora, según él, todo había sido más sutil, pero en el fondo se alcanzó un resultado similar: el derrocamiento por las fuerzas reaccionarias de un Presidente elegido democráticamente.
Por supuesto que el señor Raúl Castro ha ignorado más de una evidencia en el momento de manifestar semejante punto de vista. En primer término hay que considerar que el enjuiciamiento político de un mandatario por el poder legislativo constituye una medida lícita en casi todas las naciones donde rige una auténtica democracia. Incluso, los cubanos contamos con un antecedente, cuando en 1873 la Cámara de Representantes de nuestra primera República en Armas destituyó al presidente Carlos Manuel de Céspedes al considerar que el hombre de La Demajagua quería concentrar todo el poder en sus manos.
Por otra parte, el Presidente cubano pasa por alto que son sus aliados de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de las Américas (ALBA), los que han pretendido inaugurar los golpes de Estado disfrazados en América Latina. Esos gobernantes de corte populista, apenas llegan al Palacio de Gobierno, y ya sueñan con convocar a asambleas constituyentes que les permitan modificar las leyes del país con el fin de perpetuarse en el poder, y después ir socavando los espacios de la sociedad civil, como la propiedad privada, los partidos políticos de oposición, y el libre flujo de la información. Más tarde se aparecen con declaraciones al estilo de “esta Revolución llegó para quedarse”, o “aquí jamás volverá el pasado”. Después de haber criticado a Hegel y Fukuyama por haber vaticinado, cada uno en su momento, el fin de la Historia, estos teóricos del ALBA repiten el mismo razonamiento al estimar que la Historia se detiene una vez que la izquierda radical arribe al poder en cualquier nación latinoamericana. ¿Constituyen o no esas acciones verdaderos golpes de Estado contra las instituciones democráticas que tan indulgentemente les posibilitaron el acceso al gobierno?
El propio pronunciamiento de una agrupación como el Foro de Sao Paulo, donde milita la izquierda latinoamericana, corrobora que la aspiración del populismo a la perpetuidad es algo tangible, objetivo, distanciado de cualquier asomo de subjetivismo. La declaración final de una de sus últimas reuniones, celebrada en El Salvador, incluyó el siguiente párrafo: “Los triunfos electorales comprometen a los partidos de la Izquierda latinoamericana a actuar acorde con las expectativas depositadas en ellos por los pueblos, so pena de que sus gobiernos sean solo un breve lapso tras el cual se recicle la dominación neoliberal”.
Entonces, señor Raúl Castro, ¿quién disfraza en verdad los golpes de Estado en América Latina?