LA HABANA, Cuba, marzo, 173.203.82.38 -Dos artículos publicados recientemente en esta web (¿Es corrupta la fuente de datos sobre corrupción en Cuba? y Cuba es cada vez más violenta), de la autoría de los colegas Pablo Pascual Méndez Piña y Jorge Olivera Castillo, respectivamente, se complementan entre sí al retratar de manera sintética dos males que se han entronizado en la sociedad cubana y que, sin dudas, sobrevivirán incluso al propio régimen que favoreció su consolidación: la corrupción y la violencia.
La corrupción, en efecto, ha alcanzado cotas tan elevadas e inéditas en la Isla que se ha tornado un tema recurrente tanto en el edulcorado periodismo oficialista como en el crítico periodismo independiente. Así, mientras la prensa oficial se limita a condenar, previa aprobación “de arriba”, las actitudes corruptas de este o aquel funcionario intermedio o hace públicos algunos hechos puntuales, es decir, los efectos del fenómeno, el periodismo libre ataca directamente a la raíz del mal: el sistema.
Para cualquier observador resulta contradictorio que una lacra tan extendida en la sociedad cubana no se combata objetivamente desde los medios gubernamentales, no tenga un seguimiento en ellos ni reciba la respuesta adecuada desde las leyes y las instituciones encargadas de velar por ellas. Sin embargo, basta asomarse al panorama cubano para entender la imposibilidad institucional para superar la crisis moral que sufre el país, teniendo en cuenta factores tan esenciales como la dicotomía entre el salario y el costo de la vida, la absoluta falta de articulación entre las instituciones y la sociedad, así como la deformación de las relaciones de propiedad, entre otras. Más aún, los propios organismos facultados para hacer cumplir las leyes y mantener el orden, no solo resultan ineficaces, sino que están directamente involucrados en la cadena de corrupción, como es el caso de la Policía Nacional Revolucionaria, que muchas veces ampara y protege a los delincuentes para sacar provecho monetario de ellos.
Nada ni nadie está libre de esta etiqueta: en Cuba todos somos corruptos en alguna medida, más allá de nuestra propia voluntad, porque la corrupción, que para un sector constituye un medio de vida, forma parte de las estrategias de sobrevivencia para la mayoría, en un país agobiado por las carencias y por una profunda crisis de valores. De esta manera se produce un sentimiento –casi siempre inconsciente– de culpa: el cubano medio conoce que está delinquiendo, aunque sea para sobrevivir, y en consecuencia evita hacer el reclamo de derechos y desconoce sus potencialidades como actor social de los cambios. “Escapar” es el término que define el día a día del cubano. Y eso significa exactamente escapar a todo: a las necesidades materiales, a la persecución policial, a una realidad que los frustra, pero también a la obligación cívica de enfrentar al sistema que lo reprime y lo anula como individuo.
A la vez, el deterioro moral generalizado se refleja también en la proliferación de la violencia que se ha ido extendiendo en todos los ámbitos, desde los espacios domésticos hasta los espacios públicos, invadiendo toda la sociedad en su conjunto de manera tan virulenta que nadie podría explicarse cómo ha florecido tan saludablemente esta perversión en un país cuyas autoridades proclaman la existencia del sistema más justo y equitativo del planeta.
La clave, sin embargo, radica en la propia historia “revolucionaria”. El gobierno que llegó al poder mediante la violencia hace 54 años y rápidamente devino dictadura, se ha sostenido al mando de la nación también gracias a la violencia. Un recuento rápido e incompleto demuestra que la historia reciente de medio siglo ha sido pródiga en la generación de violencia social: los paredones de fusilamiento, los juicios sumarios y sin garantías, los discursos agresivos, las consignas en sustitución de las razones, los insultos y los gritos por sobre los diálogos, la eliminación de las instituciones cívicas, las expropiaciones, la demonización de las diferencias, los mítines de repudio, el irrespeto a los derechos, la fractura de las familias, las detenciones arbitrarias, y un extenso etcétera que llenaría numerosas páginas. Esta y no otra es la legitimación de la violencia, que hoy por hoy recibe respuesta desde las bases sociales y, junto a la corrupción, atenta contra la supervivencia del propio sistema que las alentó.
Un factor importante y pocas veces considerado en todo su potencial como generador de violencia al interior de Cuba ha sido la participación de varias generaciones de cubanos en guerras extranjeras. Nunca antes de 1959 los cubanos participaron en conflagraciones foráneas, salvo por su propia voluntad. Sin embargo, el gobierno revolucionario no solo alentó y sustentó desde el poder numerosos conflictos bélicos en África y América Latina, sino que hizo a los cubanos partícipes forzosos en ellos. La más significativa de esas guerras fue la cruenta y larga campaña angolana entre 1975 y 1989, completamente ajena a los intereses de esta nación y que costó la vida a miles de sus hijos, principalmente jóvenes. Nunca hemos sabido cuántos de los soldados cubanos sobrevivientes a la terrible vivencia de la guerra sufrieron o sufren de estrés post-traumático, ni en qué magnitud importaron la violencia de dicha experiencia al seno de la sociedad cubana.
La espiral de estas deformaciones gemelas –corrupción y violencia– se consuma con la respuesta más lógica desde la indefensión ciudadana ante el crecimiento de la inseguridad: el temor, la incertidumbre y el ya mencionado escapismo, también como recurso de supervivencia. Este último muestra dos vertientes: el escape hacia el exterior, refrendado en la emigración sostenida que nos desangra y debilita como nación (el Mariel eterno), ahora sin mítines de repudio a los que huyen de la realidad cubana ya que en definitiva constituyen una inversión a corto plazo para la dictadura; y el escape interno que consiste en la enajenación total del discurso oficial, en el sálvese quien pueda y en el automatismo para sobrevivir en un medio siempre hostil (el efecto zombie).
No obstante, la gravedad mayor de este escenario estriba en que la corrupción y la violencia social en Cuba han rebasado la capacidad real del sistema para controlarlas y ya constituyen instituciones independientes que forman parte de la vida nacional, de forma tal que serán una triste herencia en la era post totalitaria. Recuperarnos de la ruina económica será acaso para entonces la tarea más fácil. Lo verdaderamente espinoso y atroz será reconquistar los valores morales perdidos tras el paso de este prolongado cataclismo social que conocemos como castrismo. Eso, si en un plazo razonablemente cercano se produjera el final del sistema.