PINAR DEL RÍO, Cuba, marzo (173.203.82.38) – La ambigüedad de la palabra control asusta. Si tenemos bajo control las cosas, todo marcha bien. El mundo es nuestro si tenemos el control sobre lo que nos pertenece y evitamos perder. El miedo a la palabra llega cuando somos los controlados, los impedidos, los sin derechos.
Aida López Reyes, ama de casa, de 63 años, madre de dos hijos, lleva más de treinta años cuidando a su esposo parapléjico. Más que los años, la lucha cotidiana le ha curtido el carácter y la piel.
“Mi esposo –dice- era administrador de la empresa gráfica provincial; secretario general del núcleo del Partido comunista de la entidad. Tenía treinta años cuando le dio la trombosis. Formábamos una linda pareja”.
Mientras habla mira a su esposo sobre la cama. El hombre tiene los ojos cerrados y sonríe mientras la escucha, como si soñara con aquella época.
“Fueron buenos tiempos. Veíamos crecer a nuestros hijos y pensábamos que el mundo era de nosotros. Entonces éramos soñadores. El día que mi esposo tuvo el percance despertamos para siempre. Pero el verdadero despertar fue cuando llegaron a la casa dos hombres del gobierno. Se presentaron como funcionarios del Partido y nos llenaron de promesas. En el mismo paquete de las promesas iban las amenazas contra mí”.
El hombre cambia la sonrisa por una mueca, mientras dos lágrimas brotan de sus ojos.
“Aquellos señores me insultaron. Se atrevieron a decirme que estarían al tanto de mi conducta para con mi esposo. Que no me estaba permitido tener a otro hombre por respeto a mi marido militante del Partido, por su condición de dirigente. Me trataban como si yo fuera propiedad del Estado, y no soporté la ofensa. Les respondí que sabía de sobras lo que me tocaba hacer, que no tenían derecho a decirme aquello”.
Aida nació en un hogar campesino, y sabe poner las palabras donde van, sin alterar su sentido. Mientras habla acaricia los cabellos del hombre, pocos y blancos.
“Los boté de mi casa. Jamás cumplieron con las promesas que hicieron. Mi familia y yo vivimos apenas con el salario de la seguridad social que le corresponde a mi esposo. Son ciento quince pesos (menos de cinco dólares) mensuales. Nos sostenemos con la ayuda de los vecinos. Vivimos en este barrio desde hace treinta años.
¿De qué le valió a mi esposo tanto sacrificio?. A fin de cuentas toda su vida fue eso, fuimos eso: individuos controlados por el Estado”.