Una aproximación a su vida en ocasión de su fallecimiento
LA HABANA, Cuba, abril, 173.203.82.38 – Larga vida la de Alfredo Guevara, que estuvo cerca de alcanzar los noventa años. Una existencia tan dilatada significa ante todo un larguísimo pasado. Repasar una biografía de hombre público de tamaña duración es enfrentar un sinnúmero de hechos y de dichos. Además, esa extensa trayectoria parece hacerse mucho más compleja si partimos del hecho de que —como Guevara mismo se enorgullecía de proclamar— estuvo atada desde su primera juventud a la persona de Fidel Castro. Así que no debiera ser sencillo trabajo echar una mirada retrospectiva justa sobre esta larga vida que acaba de llegar a su término.
Y, no obstante, en verdad pudiera no resultar tan engorroso el intento, pues no se trata, ni remotamente, de repasar la obra de un artista o de un pensador controvertido donde los percances de su existencia y de su creación, sus contradicciones, logros o fracasos, obliguen a entrar en difíciles y recónditas valoraciones. No es este el caso, ya que Alfredo Guevara nunca fue un cineasta. Ni siquiera fue un intelectual. No hay un legado artístico ni un cuerpo de pensamiento al que podamos referirnos para juzgarlo. Los libros que escribió en su vejez no tenían más propósito que justificar los actos de su vida; no fueron sino una patética tentativa de explicar lo que hizo y lo que dijo en sus años de persona poderosa, y de erigirse como un hombre de acción capaz de decir lo que pensaba incluso en las más altas instancias de la élite revolucionaria, aun a contracorriente, con “valor y honestidad”. Un intento, sobre todo, de hablar a las generaciones más jóvenes: de decirles qué cosa era en realidad la revolución y qué debe ser. Y un intento nada menos que de ética humanista para disfrazar las memorias de un simple comisario cultural comunista.
No deja de asombrar nunca cómo Alfredo Guevara, cuando hablaba de su trabajo de muchos años y de su cercanísima relación con Fidel Castro, daba por sentada una legitimidad de poder casi inmanente, incluso cuando tuviera que reconocer la improvisación, los errores y las luchas por el predominio entre diferentes sectores revolucionarios. No era solo que la legitimidad del poder de Fidel Castro le resultara intrínsecamente inherente al Comandante, sino también a él mismo por el simple hecho de ser fiel a ese poder. La revolución era la fuente de esa legitimidad, pero la revolución era el Gran Líder con sus súbditos, sin la posibilidad de otra visión revolucionaria: quien no estuviera de acuerdo con ese escenario actuaba equivocadamente y pertenecía al bando de los derrotados y los traidores, porque seguir a Fidel Castro era la única actitud auténtica, aunque eso significara cometer los mayores desastres: no había otro camino posible.
En la noticia de su fallecimiento, la TV cubana lo describe como un gran promotor de los nuevos caminos del cine al frente del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos y del Festival Internacional del Nuevo Cine latinoamericano. Por otra parte, desde los años 90 ha sido frecuente que jóvenes cineastas, o de alguna manera relacionados con el mundo del cine, muestren una notable admiración y un especial respeto por Alfredo Guevara, describiéndolo como un individuo que, a pesar de su fuerte vínculo con el gobierno cubano, en particular con los hermanos Castro, era capaz de defender ideas avanzadas, de desafiar —incluso con perjuicio para sí mismo— procedimientos y hasta principios revolucionarios que consideraba errados o anacrónicos, y lo perciben casi como un contestatario, como alguien más comprometido con el arte, sobre todo con el arte “inconforme”, que con la política autoritaria. Además, lo ven con el aura de que durante su época como director del ICAIC se realizaron en esa institución oficial algunas de las obras más importantes de la cinematografía cubana, donde, por supuesto, se encontraban las mejores películas de Tomás Gutiérrez Alea, desde La muerte de un burócrata y Memorias del subdesarrollo hasta Fresa y chocolate y Guantanamera.
No es que haya que negar tajantemente su desempeño y que haya que despojarlo de todo mérito. Por supuesto que no puede comparársele con un burócrata tan inepto como Omar González, de quien se cuenta que, en sus primeros tiempos como presidente del Instituto, fue capaz de responderle a alguien que preguntó dónde estaba la moviola: “Debe estar en el parqueo”. Pero queda fuera de cuestión que los logros artísticos pertenecen en primer lugar a los creadores y no a un funcionario que recibió de manos del gobernante absoluto la institución del cine para que la usara en función de intereses políticos de propaganda.
La censura del filme P.M., de Orlando Jiménez y Sabá Cabrera y la clausura de Lunes de Revolución, según Guillermo Cabrera Infante, “fue una operación conjunta de Fidel Castro y Alfredo Guevara”, que terminó con las tristemente célebres Palabras a los intelectuales. Por su encono contra Néstor Almendros y Carlos Franqui, entre otros, Cabrera Infante consideró a Guevara un nuevo Robespierre y un Shumiatski tropical y recordaba cómo se opuso a Nicolás Guillén Landrián, un cineasta de obra innovadora e irreverente que Guevara acusó ante Fidel Castro de demasiado formalista y de separarse de la estética del documentalista Santiago Álvarez, baluarte del nuevo cine revolucionario. Más aun, Cabrera Infante comparó el ICAIC con el Ministerio de Propaganda dirigido por Joseph Goebbels en la Alemania nazi, y lo describió como “la mejor fábrica de propaganda castrista que ha habido en Cuba. Ni el Ministerio de Cultura ni ninguna publicación ha tenido en el mundo el impacto de lo fabricado por el ICAIC”.
Varias veces, Alfredo Guevara se mostró harto de que siempre le estuvieran preguntando sobre Lunes de Revolución, sobre P.M., sobre el Caso Padilla. Lo mismo que su hermano de causa, Fidel Castro, él ha pretendido reescribir la historia, contarla desde su punto de vista, embellecerla para su propia disculpa, llegando incluso a declarar que “el socialismo, en realidad, nadie sabe qué es hasta ahora, puesto que no hay ninguna experiencia válida de socialismo, ni siquiera la nuestra. En realidad, sigue siendo una utopía. Una utopía en la cual todavía creo”. Y aun así puede afirmar que “tenemos una transición del disparate al socialismo”.
Su vocación de “esclarecedor de juventudes” resultaba a veces absurda, como cuando pidió: “Compañeros (y más hoy, cuando los más son jóvenes y los que llegan experimentados), ¡permaneced vigilantes!, que los dirigentes-funcionarios, y solo funcionarios, funcionarios de oficio, no se apoderen del mando del audiovisual; no olvidéis que la burocracia, no ya como presencia física, como mentalidad invasora, aliada a la ignorancia y el oportunismo, será fatal que ocupe el lugar que solo corresponde a los artistas”. ¿Es que acaso él no fue desde 1959 uno de esos dirigentes-funcionarios, solo funcionarios, funcionarios de oficio?
Defensor de la Batalla de Ideas, en el último Congreso de la UNEAC, dijo que ese era “el proyecto mayor del Comandante en Jefe, del que fuimos y tendremos que seguir siendo cómplices y con el que estamos moralmente comprometidos muy claramente, simple y llanamente a partir de la condición intelectual”, y luego, fiel a su máxima de que “la verdadera inteligencia tiene siempre algo de diabólica”, desnudando su indiferencia por los medios con los cuales alcanzar determinados fines, aseguraba que “lo importante no es la forma sino el objetivo. Lo importante será siempre no perder el rumbo. No podemos permitir que la torpeza de algunos esterilice el proyecto desmedulándolo y convirtiéndolo en fuente de poder. La Batalla de Ideas es, por eso, tarea de toda la Revolución, de sus instituciones, de sus organizaciones sociales y políticas, de todo el pueblo y de sus intelectuales. Salvar ese proyecto, llevarlo a su máxima tensión y también y mucho desde la UNEAC será, creo, gran tarea de la intelectualidad. Y será igualmente el mejor homenaje a aquel que lo conceptualizó, priorizó y lo hizo vivir”.
Cuando ocurrió el escándalo por el fallecimiento de Orlando Zapata Tamayo, Alfredo Guevara dijo: “Murió Zapata en huelga de hambre, no debió de morir. Si yo hubiera tenido el poder haría lo que se está haciendo con Fariñas, que es un loco. No lo dejo morir. Ahí empezó la campaña mediática como un acto de «solidaridad, de humanismo»”. La visión de la estación de policía de Zapata y C todavía impresionaba a Guevara muchos años después de haber sido golpeado salvajemente allí por esbirros de Batista, pero no le preocupaba la situación de los presos políticos cubanos de hoy, sino las campañas mediáticas que denunciaban esa situación. Y sin embargo, no le temblaba la voz para confesar que “estamos en una crisis de carácter político y moral, y para mí lo más terrible es ir caminando por la calle y no saber si la gente con que me cruzo son muertos-vivos o personas reales”. ¿Resulta tan difícil saber que son personas reales, por supuesto, y que si parecen muertos-vivos es porque son el resultado de un experimento fallido, de un proyecto que un puñado de hombres violentos, entre los que se encontraba él, llevan más de cincuenta años imponiendo por la fuerza y el engaño?
De hecho, Guevara entra como uno de los promotores del socialismo del siglo XXI, ese intento esperpéntico de hacer una nueva puesta en escena de una tragedia fracasada en toda la línea, de darle un nuevo rostro al socialismo dictatorial, de reciclar el basurero de la historia. Lo demuestra, por ejemplo, con su admiración por la película que hizo Oliver Stone sobre Hugo Chávez en 2009, donde descubre una gran lección de periodismo. “Del periodismo que debía ser”, según sus propias palabras.
Cuando hablaba de sí mismo se describía primero como anarquista y luego como marxista. “La imagen del anarquismo es la de un tipo loco con cuatro bombas en el bolsillo, sembrando el terror por todas partes”, reconoce. “Mi anarquismo y mis ideas no estuvieron exentas de eso, pero eran ante todo libertarias. He sido siempre un libertario y lo voy a seguir siendo”, decía. Pero en realidad su legado dista mucho de ser libertario. Lo lamentable es que para muchos haya sido y aún sea un ejemplo de ética en el terreno donde se mezclan política y cultura, cuando no demostró mucho más que un cinismo mezclado con enormes dosis de hipocresía sobre la base de un incomparable servilismo al poder castrista. Su legado es que se puede apelar al recurso de las armas contra una dictadura y luego plegarse a otra dictadura que predomina con el recurso de la fuerza y de la patraña utópica y sentirse orgulloso y esperar respeto porque se ha consagrado la vida a la lucha por un bien común.
¿Qué había detrás de esa imagen suya con el sempiterno saco sobre los hombros como quien no acepta etiquetas y protocolos, como quien hace una pequeña concesión pero sigue intacto, como el aristócrata que se respeta demasiado como para doblegarse a costumbres del glamour plebeyo? No es difícil saberlo. Evidentemente, lo que lo hermanaba con Fidel Castro era la ambición de poder, el desprecio por un pueblo que no merecía más que el avasallamiento, pues ser persona es una condición que se ganan solo quienes sirven a la causa que él sirvió y al hombre que se autoproclamaba único dueño de esa causa.
Ese individuo, Fidel Castro, sin embargo, no le devolvía de la misma manera tanta adoración y lo pintaba solo como “un hombre extraordinario”. Si nunca cayó en total desgracia con su amo y mantuvo sus enormes privilegios fue porque su lealtad personal nunca estuvo en duda, porque nunca le hizo sombra ni significó un peligro para su poder.
Y claro que no fue un artista ni un intelectual verdadero. Por muy piadosamente que se le juzgue hay que reconocer que solo fue un funcionario, acaso un superfuncionario o un supercomisario, cuyos méritos quedan muy por debajo de los grandes males de los que fue colaborador incondicional y gran instigador. Ayudó a amordazar y a domesticar a la intelectualidad cubana, a reducir el arte a una simple arma de la revolución. Y, en fin, ayudó mucho a que en nombre del amor se implantara el odio más profundo, a que en nombre de la verdad se tejiera una mentira monstruosa, a que en nombre de la humanidad se subyugara al hombre, a que en nombre de la patria se destruyera meticulosamente un país.
Que sus cenizas sean esparcidas en la escalinata de la Universidad de La Habana parece casi una broma perversa. Los jóvenes subirán y bajarán la colina pasando sobre sus cenizas, que el viento dispersará. Luego el tiempo hará su obra. No creo totalmente que, como dijo un viejo poeta, “la posteridad es implacable”. De cualquier manera, lo que sí dudo mucho es que el polvo de su memoria pueda soportar el viento del tiempo. A pesar de todo, nunca debemos olvidar que hombres así existieron y que no debiera haber oportunidad para que otros vengan a repetir sus lúgubres hazañas.