LA HABANA, Cuba, mayo, 173.203.82.38 -No sé si fueron convencidos a abandonar el inmueble, o si una brigada policial los desalojó. Lo cierto es que los inquilinos del edificio situado en la intersección de las calles Luz y Compostela, en la Habana Vieja, son actualmente moradores de albergues o miembros agregados en viviendas de familiares cercanos. La otrora edificación es hoy un amasijo de escombros y hierros torcidos.
Afortunadamente, no se derrumbó con sus integrantes adentro. El destrozo de las paredes y techos tiene su origen, sobre todo, en la labor de los demoledores oficiales. Desde hacía más de 20 años, el inmueble estaba declarado inhabitable. Por razones inexplicables, no ocurrió un fatal desenlace en todo este tiempo. Las grietas y los apuntalamientos se divisaban desde cualquier ángulo. Allí convivían con pasmosa naturalidad decenas de personas, incluidos menores de edad y ancianos.
La imagen de un enclenque septuagenario mirando al horizonte, acodado en la baranda de uno de los destartalados balcones, representaba la verdadera historia de una revolución cuyo principal legado será un país en ruinas.
El componente humano encima de la debacle arquitectónica que pulula por todos los barrios capitalinos, constituye un signo revelador de la involución que se insiste en desconocer, desmentir o minimizar desde todas las instancias del gobierno.
En la actualidad, miles de núcleos familiares siguen expuestos a una muerte súbita a causa de derrumbes parciales o totales, sobre todo tras las temporadas de lluvias o en el momento del azote de un huracán.
Y aun en circunstancias de normalidad, cada semana ocurren varios incidentes de este tipo. El estado de numerosas viviendas es de tal precariedad que basta con una breve llovizna o una manga de viento ocasional para que se vengan abajo las viejas estructuras, a merced de la erosión y la falta de mantenimiento.
“De aquí no me saca nadie, prefiero morirme aquí antes que irme para un albergue. Si hay gente esperando por una vivienda desde hace más de 20 años, ¿cuánto tiempo tendré que esperar yo?, en esos términos se refería Alicia, una mujer divorciada y con tres hijos, que vive en una ciudadela, también ubicada en la Habana Vieja, la cual mantiene su forma original con ingeniosos remiendos. La construcción data de la década del 30, del siglo XX.
En armonía con estos pasajes de inobjetables similitudes con los partes de guerra, un amigo me contaba su experiencia en el hospital Finlay, ubicado en el municipio de Marianao: “Es un insulto mantenerlo abierto al público. No hay respeto por la vida de los pacientes. El deterioro es total y todavía son tan descarados que continúan proclamando a Cuba como una potencia médica. Me parecía que estaba en una pensión de menesterosos”, afirmó.
En la noche que pasó junto a su familiar que estaba ingresado allí, una de sus peores pesadillas fue acudir a los baños: “Tuve que orinar en una lata que conseguí. Entre la selva de papeles regados por el piso y los inodoros atestados era como entrar al infierno”.
Ambos ejemplos ilustran una realidad predominante. El sistema que elogian a menudo en diversos foros internacionales, por sus presuntos logros en materia social, es una estafa.
La disfuncionalidad es aquí un mal endémico. Nada, salvo la represión y el control, funciona mínimamente bien. El país sigue en retroceso y derrumbándose, como sus cientos de casas y edificios a punto de convertirse en tumbas colectivas.